Detrás de los cristales, llueve y llueve. No sobre chopos medio desojados ni sobre los pardos tejados que pintó el Nano, sino sobre esta ciudad feroz y contradictoria. Marco adecuado para una nostalgia que más que eso, invita a una memoria pretenciosa que incida sobre el futuro. Llueve en la ciudad y suena el fuelle de Astor en el parlante. No es tristeza sino algo más parecido a la rabia. Un año ya. Y la incógnita del hasta cuándo, nubla cualquier resquicio de objetividad.
Hace un año ya. Un poco más. Un hombre de 43 años que estuvo algunas horas en Milán había regresado al país, con el virus en su cuerpo. El primero en este confín del mundo. Fue quien inauguró esa ruin estadística que nos cazaría y nos hostigaría durante este año en que estuvimos (estamos) en peligro. Aunque fuera después, en un mediodía porteño de sol y viento, el miércoles 11 de marzo, que se propagaba la noticia de que la OMS consideraba “pandemia” a una nueva «gripesinha», más violenta y dañina, surgida de un recóndito pueblo chino. La sensación fue difusa. No sólo porque la palabreja reconocida era otra, «epidemia», y si bien el nuevo término infundía mayor severidad, ni siquiera los expertos tenían una idea remota de lo que podría devenir.
La vida no sería igual. Sólo una semana y días después nos lo comunicaban oficialmente. La sensación ilusoria de que el planeta detenía su rodar a la espera de un nuevo sol. La introspección. El temor a salir a la calle. El alcohol en gel. Coronavirus, Covid-19, Sars, el bicho. La esperanza de que en dos semanas se acabara la pesadilla. La saludable aparición de epidemiólogos. La proliferación de chantapufis especialistas en nada. Ayudar a los ancianos confinados. Convivencia 24×7. No ver a nietos, a parientes, a amigos, a nadie. Trabajadores esenciales. Los aplausos de las 21, el olvido rápido de los aplausos. Colapso sanitario. Casos confirmados, letalidad, inmunidad. Los primeros muertos.
Las teorías de que surgiría un mundo más solidario. Los barbijos. Los barbijos caseros. Zoom, Meet, home office, home banking, home vida. Clases virtuales. Netflix, las últimas series, todas las series. Vivir en pantuflas. Olvidarse del bondi. Olvidarse de bañarse. Aprendizaje para apps imprescindibles. El ASPO, el IFE, el ATP. Términos como PCR, nueva normalidad, confinamiento, segunda ola, distanciamiento social. Colas en las veredas. Take away vs. delivery. La esperanza de que en dos meses se acabara la pesadilla. Las escafandras de plástico. Los recitales desde los balcones. Unipersonales por las redes. Programas de radio en estudios caseros. Pantalla de TV partida, con el invitado despeinado, parloteando desde su dormitorio.
Las primeras salidas. Más barbijos. No reconocer al vecino por la calle. Los transportes vacíos. El miedo. Esquivar al que se acerca. Seguir postergando controles médicos. Aperturas. Responsabilidad individual. Terraplanistas. La oposición, siempre la oposición. Las fiestas clandestinas. El primer saludo con un hijo, con un nieto, pero con el puño. El anhelo por un abrazo con fruición. Dióxido de cloro y los imbéciles que lo recomiendan. Casos asintomáticos, aplanar la curva, crecimiento exponencial. Modos de transmisión.
La esperanza de que con la llegada de la vacuna se acabara la pesadilla. Sputnik, Gamaleya, AstraZeneca. La muerte del Diego. Las muertes tan dolorosas. Todas las muertes. Las navidades con diez parientes como máximo y al aire libre. Los que se pasan el distanciamiento por el forro. Los que se aprovecharon para hacer fortunas. Los que se fueron a Miami a colarse en la fila de la vacuna. Los tests truchos, los que regresan con nuevas cepas y siga de joda. La esperanza de que alguna vez se muera el Covid.
La certeza de que otra vez ganan los malos y que el mundo seguirá tan desigual o más. Porque sigue lloviendo, se acabó el CD de Piazzolla y mientras dura la búsqueda del de Jethro Tull, un inoportuno periodista confirma que EE UU (podría ser otra de las glotonas potencias hegemónicas) amarroca más de mil millones de dosis, cuatro veces su propia población, mientras la web de Wordometer (otro imprescindible surgido de la pandemia) confirma 123.086.714 casos y 2.716.735 muertos en el mundo. Insospechado de militancia opositora un amigo llama y pregunta por la actitud demasiado pasiva del gobierno al que aplaudimos a rabiar al principio, cuando nos cuidó con decisión y energía, cuando recuperó el sistema sanitario, se reacomodó y sostuvo un sistema de asistencialismo oportuno e imprescindible. Y que ahora no atina a anunciar, siquiera, el cierre de fronteras con Brasil o Paraguay, cuando los propios amigos sanitaristas (los reales amigos, no Larreta) lo aconsejan fervientemente y hasta hablan de “lujo turístico” de los 7000 chitrulos que siguen paseando por el exterior mientras Río cierra hasta Copacabana. ¿Golpe de sustantividad? ¿Nueva muestra fehaciente del poder real?
En fin, a Sigourney Weaver, con su mirada y su metro 82, se la conoció como la reina de la ciencia-ficción por sus protagónicos en la saga Alien. Mujer de 71, residente de Manhattan, probablemente ya esté vacunada. En 1982 filmó The Year of Living Dangerously (El año que vivimos en peligro). El film habla de dictaduras, guerras, desastres naturales, hambrunas. Ah, también de una historia de amor.
Una paradoja que invita a olvidar por un rato las oscuras conclusiones de la pandemia. A recordar que otra cosa que se convirtió en una prolongación de nuestro cuerpo es el celular, al que hace más de un año no apagamos. Y que tal vez sea un buen momento, todo un detalle de urbanidad y de humanismo usarlo solamente, al menos por unas horas, para hacer llamadas afectuosas, para contarnos la parte buena de lo que nos va, programar encuentros y brindarnos besos, muchos besos que reemplacen los abrazos de codos y los toques de puños.
Y por un momento no pensar que el sociólogo y médico Nicholas Christakis es un granuja que pretende ganar dinero fácil anunciando que, basado en lo sucedido luego la gripe española de 1918, tras el Covid-19 “la gente ya no será tan religiosa y buscará incansablemente interacciones sociales como clubes, bares, restaurantes, deportes y partidos políticos. Podríamos ver un libertinaje sexual”. ¿Lo de libertinaje en lugar de libertad será un fallido?
En definitiva, entre más barbijos y la cepa de Manaos, este hombre de 63 logra regocijarse viendo por la ventana cómo las gotas hacen vibrar las hojas del árbol frondoso, mientras espera la vacuna con singular ilusión. Si no fuera el drama desarrollado en esta hoja quejumbrosa, hasta podría canturrear: “Yo quiero mi vacuna… ¿por qué no me la dan…?”.