A Ulises, para que encuentre siempre y
a cada paso alegrías mundialistas
“No vendo figuritas del Mundial”. El cartel está pintado a mano con letras rojas sobre fondo blanco. Se le nota la factura casera y también, en el trazo apurado y la pintura chorreada, la bronca del kiosquero harto de que le pidan lo que no tiene. Es que desde que apareció el álbum del Mundial de Qatar 2022, gente de todas las edades se lanzó a las calles en busca de las figuritas para completarlo con el mismo apasionamiento devocional con que los Caballeros de la Tabla Redonda buscaban el Santo Grial.
¿Qué otra cosa completa se puede poseer en la vida más que un álbum de figuritas completo guardado en un cajón? Si la felicidad, como dicen, nunca es completa, al menos que lo sea un álbum.
Porque no hay nada más inquietante que lo incompleto, que aquello a lo que solo le falta una pieza para convertirse en un todo: la llamita de cerámica que trajimos del norte y que perdió una de sus patas en la mudanza; la llave del juguete de cuerda de la infancia que le quitó la maravilla del movimiento; el asa de la tacita de porcelana inglesa que era la única herencia de la abuela; el souvenir del bautismo de nuestro sobrino que se convirtió en un fantasmal gatito sin cabeza…
Los armarios y el fondo de los cajones están llenos de estos objetos que no son plenamente objetos. Están demasiado devaluados como para exhibirlos sobre la repisa o la mesa ratona del living y son demasiado queridos como para tirarlos a la basura. Por eso permanecen allí, a oscuras, entre las pelusas amnióticas que los cobijan en los cajones, quizá a la espera de que la justicia poética les restituya lo que les falta o que la justicia del dios de los muebles atiborrados de cosas inservibles los mande al infierno de la limpieza o al paraíso de las cosas perdidas.
Mientras tanto, es preciso lanzarse a las calles, agotar los kioscos, acribillar a preguntas a los kiosqueros, buscar hasta debajo de las piedras hasta encontrar la figurita de Messi que complete nuestro álbum y nos libere del suplicio emocional que padecemos cuando chapoteamos en lo incompleto.
Y es que acaso la necesidad de llenar cada rectángulo vacío derive de la propia etimología de la palabra álbum, que proviene del latín album, es decir albo, blanco que, según el Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana de Joan Corominas era un “encerado blanco en el cual los funcionarios romanos daban a conocer sus edictos al pueblo”. Recién en 1860 la palabra comenzó a tener el sentido que hoy le damos. Es decir, que el significado del vocablo es relativamente nuevo en la lengua castellana, pero la necesidad de llenar el espacio en blanco es antiquísima y ya casi forma parte de nuestro ADN. Los escritores sienten miedo ante la página en blanco, los grafiteros no soportan las paredes mudas, los coleccionistas de figuritas no toleran el hueco sin llenar y, en general, los mortales sentimos terror a la nada blanca de la que venimos y a la que volveremos.
Walter Benjamin no solo era coleccionista, además, pensó filosóficamente el coleccionismo. Por eso resulta paradójico que dejara textos fragmentarios, inacabados o cortos, como si se cansara de coleccionar palabras. También se cansó de coleccionar días y decidió terminar drásticamente con su vida. Eso no le impidió dejar hermosos escritos sobre el coleccionismo y los coleccionistas en los que reconoció que el afán de acumular objetos de un mismo tipo es una verdadera pasión. “Cualquier pasión –afirmó- linda con el caos, pero la de coleccionar lo hace con el caos de los recuerdos.”
Quien colecciona figuritas del Mundial para completar un álbum es, a su modo, un fabricante de recuerdos futuros. En cada uno de los recuadros que llena está su propia historia presente, que muy pronto será pasado. Al mismo tiempo, cada una de esas figuritas será una guía, un hilo de Ariadna que le permitirá volver al pasado a rescatar recuerdos perdidos en “la neblina del ayer”, como dice un famoso bolero.
A diferencia de otros coleccionistas, quien colecciona figuritas sabe con precisión qué le falta y puede aspirar a llenar su álbum en un tiempo más o menos breve. Su deseo de poseer algo completo no parece imposible, sino más bien modesto en relación con otros sueños de completitud más ambiciosos. Por ejemplo, el inocente anhelo de que alguien nos complete, de que el amor nos devuelva la mítica mitad perdida cuando Júpiter separó en dos a ese ser completo que era el andrógino.
El coleccionista de figuritas y el enamorado tienen muchas cosas en común, comparten una misma coreografía, protagonizan escenas similares: la angustia, la evocación de lo ausente, los celos de quien consiguió la figurita imposible, la espera, la locura, las lágrimas…
Es poco probable que Roland Barthes fuera hincha de fútbol, aunque con la incorporación de Messi al Paris-Saint Germaine, nunca se sabe. Hasta es posible que ante la cercanía de Lío reformulara el título de su libro más famoso, el de las figuras del amor, y lo llamara Figuritas de un discurso amoroso.
La razón por las que un álbum nos lanza a una búsqueda desesperada no es banal. Es una forma de compensación, ya que la vida es un álbum imposible de completar. Siempre hay algo que nos falta. Inexorablemente, además, en ella siempre hay por lo menos una figurita difícil, un hueco sin llenar que nos arrastra al psicoanalista, nos ataca a traición y nos produce una melancolía tan enorme que no sabemos dónde ponerla. Ni siquiera cabría en el estadio mundialista de Qatar.