La fila de taxis esperando pasajeros era una serpiente dormida frente a la estación Constitución. “Viene muerto, casi un 80% menos de laburo”, hacía cuentas Felipe, chofer con más de 25 años en el gremio, horas antes de que se declarara la cuarentena. La falta de gente en la calle por la pandemia, la economía de guerra, la drástica medida en ciernes: “Todo me tiene mal, y a eso súmele que soy monotributista. Si no hay laburo, cómo voy a parar la olla”. Como miles de trabajadores precarizados, el taxista espera ansioso algún salvavidas que le tire el Estado. Saca pecho y dice que no va a bajar los brazos: “A mi edad, miedo no tengo, pasé muchas de éstas. Menem, De la Rúa y otros virus malignos, este también va a pasar.”
José vende buzos, remeras y musculosas a pasitos de la boca del subte C, en la plaza seca frente a la estación del tren. El jueves ya llevaba tres días sin vender ni una media. Comerciante y busca de toda la vida, no recuerda una malaria parecida: “Me hace acordar al 2001. Veníamos mal con Macri, pero esto pinta más fulero. La gente no va a salir de sus casas, y eso me parece bien por precaución. Pero la cuarentena total me deja nocaut. Yo tengo que salir sí o sí a laburar.” Sin sueldo, sin cobertura social, sin asistencia estatal, los trabajadores informales como José (casi el 40% de la población económicamente activa) no saben cómo van a sobrevivir durante el parate forzoso. “Cómo mierda voy a pagar el alquiler, qué le voy a dar de comer a mi hija, porque hoy no tengo ni para comprar en el mercado un paquete de fideos.”
Marta Castañeda vende panes y chipá en las paradas de colectivos. Vive al día, en Quilmes, con su hija discapacitada. Se iba todas las mañanas en el Roca hasta el centro para ganarse el pan, pero ahora deberá quedarse. “Hoy me llevo como mucho 200 pesos, cuando antes hacía 400”, decía la señora, esperando medidas urgentes del gobierno: “No pude guardar arroz ni polenta, y dicen que no vamos a poder trabajar por un tiempo largo. El otro presidente nos tenía a pan y agua. Ahora de nuevo. Este gobierno nos venía a cambiar la vida, pero hasta ahora nada, somos los olvidados”.
En la esquina de Santiago del Estero y Garay, montada en sus kilométricos tacos aguja, Claudia esperaba algún cliente. Es trabajadora sexual y cuenta que hace la calle desde el 2012: “Como siempre, las putas somos las parias. No pasa nada de nada hace una semana. Desde ayer, la policía nos invita, amablemente, a dejar de laburar. Yo les pido que me digan cómo voy a pagar la pieza. ¿Quién nos cuida a nosotras?”
El vendedor de garrapiñada se había pasado horas acomodando los paquetes en el carrito que siempre estaciona sobre la calle Salta: “De vender ni hablemos. Y si llegás a estornudar, aunque te tapes con el codo, la gente te mira para el culo. Hay psicosis”, contaba Alejandro, monotributista. No sabe si va a poder aguantar semanas sin laburar, ¿o serán meses? En el oficio errante del ambulante, reflexionaba, siempre hay baches: “Sé que son medidas para cuidar la salud de todos. No es un capricho del gobierno. Acá no hay peronistas, macristas ni vendedores de garrapiñada, todos estamos en el mismo barco. Si se hunde, nos ahogamos todos.”