“Doubt is our product” (“La duda es nuestro producto”) escribió R. J. Reynolds, heredero de la R. J. Reynolds Tobacco Company (RJR) en un memorándum interno de la empresa. Corría 1969 y esa frase sintetizaba la estrategia que había sido desarrollada por la industria tabacalera en la década de 1950 para proteger sus ganancias frente a la creciente evidencia de que el cigarrillo causaba cáncer de pulmón y otras enfermedades asociadas.
La frase de Reynolds continuaba: “[La duda] es el mejor medio para competir contra el ‘cuerpo de evidencia’ que existe en la mente del público en general. También es el medio de establecer una controversia”. La idea era simple pero efectiva: crear incertidumbre en el público acerca de la evidencia científica disponible sin negarla, poner en duda la existencia del consenso científico, sugerir que existía en la comunidad científica una controversia en donde no la había realmente.
Esta fue la primera pero no la última vez que se implementó una estrategia de este tipo. Conocida como la “estrategia del tabaco” (“tobacco strategy”), marcó un camino que continúa hasta el día de hoy y que, rápidamente, encontró nuevos adeptos.
“La industria aprendió que debatir la ciencia es mucho más fácil y eficaz que debatir la política”, escribe David Michaels en su libro Doubt is their product. Y en este aprendizaje no solamente tuvieron parte las grandes industrias y las empresas de relaciones públicas sino también, y lamentablemente, investigadores que, incluso, se convirtieron en las caras visibles de las campañas.
Uno de ellos fue el físico Frederick Seitz. En 1979, muy poco tiempo antes de retirarse de su trabajo académico universitario, comenzó a trabajar como consultor permanente para la RJR asesorando su programa de investigación médica y apenas cinco años más tarde fundó el Instituto George C. Marshall.
El objetivo original del Instituto era apoyar la Iniciativa de Defensa Estratégica del presidente Ronald Reagan, pero en la década de 1990 pasó a convertirse en un think tank orientado a desacreditar la ciencia del cambio climático. Seitz fue uno de los principales responsables de crear la falsa controversia respecto de la existencia del cambio climático de origen antropogénico cuyas consecuencias estamos sufriendo y seguiremos sufriendo en los años por venir.
En 2007, apenas unos meses antes de su muerte, escribió una carta en apoyo a la famosa petición de Oregon, un escrito que pretendía socavar el consenso científico presentando más de 30.000 firmas de supuestos investigadores que afirmaban que no existía una clara contribución humana al cambio climático. Sin embargo, aunque muchas de las firmas eran de personas con títulos relacionados con la ciencia, el 99% nunca había estudiado climatología ni había investigado en ese campo: eran mayormente -¡según admite su propio sitio web!- ingenieros, astrofísicos, matemáticos, estadísticos, es decir, eran lo que se consideran “falsos expertos».
«La falta de certeza»
La promoción del “disenso” fraudulento a propósito del cambio climático es especialmente funcional a posiciones políticas conservadoras. Por ejemplo, el senador estadounidense Inhofe llegó a decir que «los científicos discrepan profundamente sobre si las actividades humanas son responsables del calentamiento global, o si […] precipitarán catástrofes naturales».
En 2007, el vicepresidente estadounidense Richard Cheney se hizo eco de esta forma de negacionismo al afirmar que aunque creía “que estamos claramente en un periodo de calentamiento”, agregaba: “donde no parece haber consenso, donde empieza a romperse, es hasta qué punto forma parte de un ciclo normal frente a hasta qué punto está causado por el hombre”.
Sin embargo, la comunidad científica había establecido hacía tiempo el carácter decisivo de la contribución humana al calentamiento global, y hoy se estima que entre el 97 y el 100% de quienes se dedican a la climatología acuerdan en esta explicación. Pero entonces, ¿por qué existe una discrepancia tan grande entre lo que la comunidad científica ya considera saldado y lo que, en el terreno de la política, es presentado como una cuestión de debate permanente?
La razón podría resumirse en un tristemente célebre memorándum elaborado por Frank Luntz para el Partido Republicano: «Los votantes creen que no hay consenso sobre el calentamiento global dentro de la comunidad científica. Si el público llegara a creer que las cuestiones científicas están zanjadas, sus opiniones sobre el calentamiento global cambiarán en consecuencia. Por tanto, hay que hacer de la falta de certeza científica una cuestión primordial en el debate”.
Querríamos creer que esta forma de negacionismo, que oculta el abrumador consenso existente en la comunidad científica, es característica de Estados Unidos y no logra su cometido por estas tierras. Sin embargo, lamentablemente, esta manipulación tosca no ha dejado de hacerse eco en las palabras de una figura influyente en la política argentina como Javier Milei, quien ha manifestado que el calentamiento global es “otra de las mentiras del socialismo” y que la temperatura actual del planeta está “en un mínimo” respecto de los últimos 10.000 años.
Conocer al enemigo
Frente a este panorama desolador, la pregunta obvia es: ¿cómo podemos hacer para contrarrestar el negacionismo del cambio climático? Quizá, si entendemos cómo funciona, podemos pensar contraataques. Pasemos en limpio entonces las características clave de la “estrategia del tabaco” luego extendida al caso del clima. En concreto, resulta decisivo en esta estrategia que:
- se reconozca, como lo hace la propia comunidad científica, una distinción elemental entre personas expertas y no expertas;
- se reconozca, al menos implícitamente, el valor probatorio del consenso entre personas expertas: si hubiera consenso alrededor de una proposición (como “Fumar causa cáncer” o “Existe un cambio climático causado por el hombre”), entonces estaríamos justificados a aceptarla;
- se niegue que de hecho exista, para ciertas áreas específicas, como las consecuencias del tabaquismo o el cambio climático, tal consenso;
- se apele, para lograr negar tal existencia de un consenso, a un “disenso” fraudulento (que en el caso del calentamiento global tiene la forma de un recurso a falsos expertos y, en el del tabaquismo, se trata más bien de auténticos expertos cuyo trabajo se ve afectado por un conflicto de intereses).
Dados estos rasgos, pareciera que la respuesta racional es mostrar que el consenso experto sí existe. Y afortunadamente, diversos estudios han mostrado que comunicar consenso es efectivo para contrarrestar a los negacionistas del cambio climático, incluso ante públicos cuyas posiciones políticas los inclinarían a rechazar la evidencia científica.
Es tentador pensar entonces que podemos aplicar esto a otros discursos anticientíficos, como los antivacunas o los terraplanistas. Sin embargo, lamentablemente, este no parece ser el caso, porque estos discursos funcionan de manera distinta a los de los negacionistas del cambio climático. Y por eso es fundamental conocer al enemigo si queremos derrotarlo.