En Dolores venden soda en sifón. Como en muchas ciudades del interior del país, seguramente. Pero hacía años que no veía estos sifones, verdes y naranja. Son exhibidos en una heladera mediana con puerta de vidrio en el café de la esquina de Belgrano y Rico, en el centro de la ciudad de Dolores. En la Confitería La Ley, todos los mediodías cuando se dicta el cuarto intermedio que anuncia un receso en el juicio por el asesinato de Fernando Báez Sosa, se reúnen todos: testigos que fuman en las mesas de la ochava, el mediático abogado Fernando Burlando y su equipo en el centro del bar, periodistas ávidos de declaraciones, vecinos curiosos que pispean la escena tomando un café cortado y los cuatro perros que rondan la zona buscando más mimos que comida. Ninguno está muy flaco: uno tiene una cinta roja de collar, otro duerme la siesta panza arriba buscando que algún despistado se acerque para rascarle el pecho.
La ciudad es la cabecera del Departamento Judicial de Dolores, que abarca parte de la Costa bonaerense como Villa Gesell, la localidad donde Báez Sosa, de tan solo 18 años, fue asesinado a golpes por una patota a la salida de un boliche en enero de 2020. Tres años después, Silvino Báez y Graciela Sosa, sus padres, caminan abrazados por las calles del primer pueblo patrio. Buscan justicia.
“No, para nosotros no es normal este movimiento”, cuenta Luis, un vecino de Castelli que trabaja en un campo aledaño a Dolores. El hombre liquida el cortado y subraya: “Te puedo asegurar que esto solo lo vimos con el juicio de José Luis Cabezas”. La puerta del café está abierta de par en par, Luis levanta las cejas mientras señala al abogado Burlando: “Mirá lo que son las vueltas de la vida. Hace 25 años este se hacía famoso por defender a Los Horneros, que mataron a Cabezas, y hoy vuelve por algo muy distinto. Ojalá consiga la perpetua para los ocho asesinos”.
La gente pasa frente al Juzgado: caminando, en moto, en bicicleta. La seguridad -al grito de “¡a pie, por favor!”- intenta frenar a los pibitos que quieren ver qué pasa en el interior del edificio oscuro y rodeado de rejas. Hay vecinos que se acercan con carteles para mostrar solidaridad con los padres de Fernando. “Yo no pertenezco a ningún partido político”, aclara una señora que tiene una remera, un cartel y hasta un barbijo que rezan: “Justicia es perpetua”. La señora abraza a Graciela Sosa como si se conocieran de toda la vida.
Silvino Báez dice que se siente muy cuidado. “Por los fiscales, por la gente de Dolores. Estamos bien”, dice esbozando una sonrisa formal, y en los ojos se le nota la tristeza infinita. Quien se llevó una sonrisa, una sonrisa de verdad, fue uno de los perros callejeros que, sin identificarse, pasó por debajo de los guardias y se acercó al papá de Fernando moviéndole la cola. Se miraron a los ojos, el “flaco” agachó la cabeza, y susurrándole algo que no alcancé a escuchar, Silvino le rascó las orejas con sus manos grandes. Sonreía.
Con esas mismas manos, Silvino abraza a su compañera Graciela. Se sostienen, caminan despacio. Y el espacio físico que parece no existir cuando los periodistas corren detrás de un testigo, en ellos se convierten en un abismo cuando Graciela levanta las palmas y pide: “Hoy no. Mañana les prometo que sí, pero hoy no”.
Dolores duerme la siesta. Se nota por el silencio en sus calles entre las 14 y las 16. Por las reposeras de fotógrafos que descansan a la sombra de un árbol -“qué paz vivir acá”, dicen-, mientras esperan que los testigos terminen sus declaraciones. En el fondo, más que dormir, la ciudad se hace la dormida. Todavía faltan un par de semanas para el veredicto de este juicio que nos mantiene despiertos a todos.
El juicio por el asesinato de Fernando nos interpela. Será porque, por fin, uno de los nuestros puede tener justicia después de tanta impunidad que nos pasa por delante de la cara. Aunque eso no hace que duela menos. Porque a Dolores, como a todo el país, también le duele Fernando.