Hasta qué punto fue sorpresivo el fallo absolutorio de un jurado popular para Daniel Oyarzún, también conocido como «el Carnicero de Zárate»? ¿Acaso el veredicto de un tribunal con jueces profesionales hubiese sido distinto? Todo indica que semejantes interrogantes no incluyen una circunstancia que merece ser considerada.
Tal vez Oyarzún sea recordado en el futuro por su aporte metodológico en el campo de la «justicia por mano propia»; una innovación que bien podría denominarse «embestida vehicular seguida de linchamiento».
Claro que para cumplir con esta última fase –tras perseguir y atropellar con su Peugeot 306 a un ladronzuelo en fuga–, su faena se vio favorecida por la súbita complicidad de un número impreciso de vecinos que descargaron una lluvia de golpes sobre la víctima, Brian González, cuando, aplastado entre la trompa del vehículo y un poste de semáforo, agonizaba con el cuerpo roto por dentro. Era el 13 de septiembre de 2016.
Es notable que desde entonces nadie haya reparado en el carácter grupal de este asesinato. Un olvido que esconde el eje del asunto: la existencia –nada menos que entre la «parte sana» de la población– del criminal espontáneo y colectivo; o sea, una subespecie del clásico «justiciero» que opera en soledad.
Lo cierto es que en esta trama confluyen ambas tipologías.
¿Habrá sido consciente de ello el defensor Ricardo Izquierdo? Porque al concluir su alegato, hizo con la mirada un travelling sobre los integrantes del jurado (12 ciudadanos comunes de ambos sexos, elegidos al azar), antes de soltarles: «Jamás se olviden de que Oyarzún es uno de ustedes».
Según las estadísticas judiciales, los casos de «legítima defensa» suman en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y el Conurbano unas 15 muertes de presuntos malvivientes durante el último bimestre. Una cada 96 horas.
El ingeniero Horacio Santos fue el precursor en la materia. El ya remoto 16 de junio de 1990 persiguió en auto por el barrio de Villa Devoto a dos rateros que habían hurtado su pasacasete, hasta liquidarlos con cinco precisos balazos. Cabe destacar que aún no era un tiempo signado por una gran tasa de delitos, pero en el imaginario social ya aleteaba el buitre de la inseguridad.
Desde entonces, el ejercicio del «gatillo fácil civil» se ha multiplicado con una brusca gradualidad, y con «vengadores» procedentes de todos los estratos. Desde remiseros hasta magistrados, como –por caso– el juez federal Claudio Bonadio, también conocido como «Doctor Glock», dado que con una pistola calibre 40 de esa marca mató el 5 de octubre de 2001 de siete tiros por la espalda a dos asaltantes en una esquina de Villa Ballester.
Pero la autoprotección armada es un hábito proclive a la mala praxis. Y un gran ejemplo al respecto fue el dramático episodio vivido por el conductor radial Ángel Pedro Etchecopar. Le pudo pasar a cualquiera. Pero le tocó a ese hombre, el afamado «Baby». Y fue su popularidad, anudada a la amenazante incursión de tres malhechores en su residencia de San Isidro, lo que hizo de él un símbolo social, después de que con su hijo adolescente se defendiera a tiro limpio. Uno de los intrusos falleció por ocho balazos, el hijo recibió cuatro y Baby, tres. Entonces, la imprecisa «mayoría silenciosa» se puso en su lugar. Y teorizó hasta el cansancio sobre las ventajas y complicaciones de iniciar en una pequeña habitación un tiroteo entre cinco personas armadas. Un debate que podría haberse liquidado con la siguiente pregunta: ¿Acaso sería de su agrado sufrir un asalto en compañía del señor Etchecopar?
Aun así, tal polémica persiste. Y se renueva en estudios de televisión, sobremesas y funerales. Porque andar «calzado» para evitar asaltos no parece ser un buen negocio, dada una dificultad de índole práctica: es casi imposible desenfundar, apuntar y disparar sobre alguien que lo tiene a uno encañonado. De hecho, el 77% de los homicidios en ocasión de robo se produce debido a la resistencia armada de la víctima. Una tendencia elocuente para una fuente inagotable de tragedias.
Las ejecuciones de índole grupal son, en cambio, menos riesgosas.
Es imposible determinar con exactitud en qué momento llegó al país la costumbre de linchar. Pero recién en febrero de 2014 un caso específico llegó a instalarse en la tapa de los diarios. Fue el de David Moreyra, asesinado por una turba en Rosario; se le atribuía el robo de una bicicleta. A partir de aquel momento comenzaron a saltar a la luz decenas de hechos similares en todo el territorio nacional. Y con su correspondiente debate.
En el plano jurídico, lo que en realidad se discutía era la neutralización de los robos callejeros –en especial, arrebatos de carteras y celulares; es decir, delitos excarcelables por su poca monta– mediante el recurso del homicidio calificado por alevosía (indefensión de la víctima) y ensañamiento (intención de agravar la agonía). Su conveniencia, dicho sea de paso, sumó una cantidad apreciable de opiniones favorables. En conjunto, una especie de Doctrina de la Seguridad Vecinal, cuyo corpus teórico reposa en dos ejes discursivos: «Hay un Estado ausente» y «La gente está cansada».
En las antípodas de aquel pensamiento, supo haber una profusión de frases alrededor de un mismo concepto: «La justicia por mano propia no es justicia». Apenas una tímida manera de decir que agruparse en una horda para patear a una persona hasta la muerte es un recurso inconducente y poco republicano. Como si en el «ciudadano común» no hubiera un gen criminal.
Ahora, en el fallo Oyarzún se desliza una auténtica franquicia para tales maneras de matar. «