Más de 190 muertes en el año por la violencia narco. Cada año Rosario vive un in crescendo de un sistema delictivo que transformó estructuralmente a la ciudad, alcanzando promedios asimilables a las zonas rojas mexicanas. ¿Pero cómo ocurrió? ¿Cuándo fue que en la ciudad santafesina los ladrones pasaron a ser narcos?
La primera vez que la antropóloga Eugenia Cozzi y el Gringo Arrieta hicieron contacto reinó cierta desconfianza y distancia, a pesar de que ella iba a acompañada de un hombre conocedor de las calles y los habitantes de La Retirada, uno de los barrios de la periferia de Rosario, donde esta docente y becaria del CONICET ancló su trabajo territorial durante años y cuya experiencia teorizó en su tesis doctoral, devenido en el libro “De ladrones a narcos”, adaptado a un lenguaje para todos los públicos más allá del académico. Ese encuentro fue matizado por la presencia de la familia de El Gringo, las bromas y la promesa de que su nombre perdurará en el tiempo.
El Gringo no hubiera sido líder de su clan y con influencia en la zona, si su abuelo Martín Arrieta, armado con un martillo bolita, no le hubiera ganado una desigual pelea hace décadas atrás a Jaime Pereyra –perteneciente a otra familia brava-, que llevaba un facón. Ese orgullo se mantiene hasta estos días, aunque El Gringo haya abandonado el delito, según remarca a quien le pregunta. “Su historia resulta central para describir las características de este primer momento, ya que es el engranaje entre el mundo de los chorros y el mundo de los narcos. Pertenece a esa generación de ladrones que entró en contacto con el mercado de drogas ilegalizadas en un momento en el cual éste no estaba tan desarrollado, como sí lo va a estar con posterioridad”, explica la autora en el Capítulo 2, titulado “Primera generación. El Gringo Arrieta, el ladrón que se hizo narco”.
En las páginas siguientes, Cozzi recorrerá dos generaciones más de personajes que completan el cuadro de situación actual, una especie de fotografía en movimiento de Rosario, una de las de ciudades con mayor tasa de homicidios del país. El libro fue presentado en Buenos Aires en el Centro Cultural Paco Urondo y forma parte de la Colección Antropología Jurídica y Derechos Humanos del Programa de Antropología Política y Jurídica, con el aval del ICA-Filo/UBA y del CELS.
Cozzi nació, vive y trabaja en Rosario. Tanto desde el ámbito académico como desde la gestión pública, indagó y abordó la problemática de los jóvenes vinculados con robos, el narcotráfico y la violencia institucional. “El libro reconstruye las transformaciones ocurridas en el mundo del delito popular rosarino, lo que se denomina el ambiente, a partir de reconstruir historias de tres generaciones de jóvenes. Algunas de esas experiencias ligadas a robos, muertes y mercados de drogas ilegalizadas, caracterizado como el mundo narco, que en un determinado momento empieza a expandirse y desarrollarse”, puntualiza la especialista, en diálogo con Tiempo.
-El transa o narco estaba mal visto por los ladrones ¿eso cambió?
-Hay un poco de eso, pero no es un pasaje lineal. Hay idas y vueltas. Muchos ladrones no quisieron involucrarse con este nuevo rubro, que por ahí permite construir poder, pero no necesariamente son personas reconocidas. Hay que distinguir entre el poder, la fama y el reconocimiento. Es algo que está en disputa. Algunos se pasaron pero después abandonaron. Hay otros que directamente decidieron no hacerlo. Otros participaron y sin embargo no se vanaglorian de eso, no cuentan esa experiencia de manera orgullosa como sí, quizá, relatan algunos jóvenes.
La autora aclara que la investigación la terminó en 2016 y es una foto de ese momento de Rosario: «Empiezo el libro cuando hubo un pico de homicidios en esta ciudad que históricamente manejaba una tasa por debajo de la media, pero a partir del año 2012, 2013, comienza a subir de manera significativa, siendo la mayoría de los muertos y agresores, jóvenes varones de sectores populares. En ese contexto de expansión de este mercado ilegal circulaba por distintos actores sociales, entre ellos periodistas, esta idea de que ahora todos los pibes querían ser narcos”.
–¿Era tan así?
-Eso también está en disputa. Los jóvenes relatan la participación en este mercado muy ligada a las experiencias del mercado de trabajo legal, como de explotación, de humillación. Con esta idea de que te tratan como un esclavo. No todos gozan de posiciones de poder y de fama, todos quieren ser narcos, pero terminan siendo las piernas de otros, decían algunos. Me parece que es un nuevo rubro que permite adquirir cierto poder, que está ligado a la adquisición de armas, contar con determinada protección de las burocracias penales, me refiero a las policías, fuerzas de seguridad, pero no necesariamente les permite construir prestigio y respeto. Algunos sí lo logran pero a partir de incluir otras actividades. Algo que imprime ese pasaje y que aparece como novedoso es el despliegue de la violencia.
-¿Cómo están caracterizadas las tres generaciones?
-La primera son personas que ahora tienen 50 o 60 años; la segunda alrededor de 40; y los jóvenes de la tercera hoy tienen alrededor de 20 y pico. La primera generación son estos ladrones donde el rubro narco es caracterizado como residual dentro del mundo del delito popular. A mediados de los 90 algunos de ellos comienzan a vincularse con este nuevo rubro después de haber estado años presos por acumulación de delitos de robo. Están muy ligados a clanes, o a organizaciones familiares y fluctúan entre actividades formales, informales, ilegales. Esto está presente en las tres generaciones. El rubro narco aparece como un nuevo rebusque para sobrevivir en ese momento histórico. En las segundas generaciones ese mercado ilegal había empezado a ganar terreno y comienzan nuevos problemas. No está tan presente esa organización artesanal, sino que aparece una organización a mayor escala. No es un grupo que se dedica a las distintas actividades ligadas a ese mercado y sus segmentos, sino que se empieza a organizar, a establecer una cuestión más compleja. Se pasa del mercadito al supermercado. Aparecen empleados, soldaditos. Surgen nuevas actividades que generan nuevas jerarquías al interior del ambiente del delito. Cuando los jóvenes de la tercera generación empiezan a participar en este mercado, esas jerarquías ya eran parte de lo posible. Se produce una sedimentación de experiencia histórica de las distintas generaciones de jóvenes. Reconstruyo distintas experiencias ligadas al mundo del delito pero también a la escuela, al trabajo, donde aparece está cuestión de la sensación de humillación al transitar esos otros espacios más convencionales.
-¿Qué rol tuvo el Estado en todo este período?
-Estos jóvenes fluctúan por todas esas instancias: mercado de trabajo, los distintos dispositivos de las organizaciones o del Estado y después con el actuar policial o con las fuerzas de seguridad. La mayoría de las actividades que realizan están criminalizadas, por lo tanto eso significa que tienen un trato particular con las burocracias penales, las agencias del sistema penal y entre ellos con los efectivos. Ahí surge una distinción entre arreglar y trabajar. Lo que decían los integrantes de la primera generación es que ellos no trabajaban con la policía. Sin embargo, aparecían relatos de cómo arreglaban con las distintas fuerzas de seguridad, por ejemplo al momento de la detención para evitar permanecer detenido o mejorar la situación penal. Otra cosa es que la policía sea parte de la banda. Trabajar con la policía, siendo de algún modo parte de la organización, compartiendo riesgos y ganancias a partir de intercambiar diferentes cuestiones: desde información, armas hasta protección. Eso aparece muy presente. Pero estos acuerdos son inestables y se pueden romper.
–¿Y el rol de la Justicia?
-La que aparece en el trato cotidiano es la policía y las fuerzas de seguridad. Más allá de casos puntuales de funcionarios judiciales involucrados en hechos de corrupción, lo que surge en el trabajo de campo es que el actor que negocia con ellos es la policía y gendarmería, dependiendo los momentos. Sobre todo la policía de Santa Fe. Aunque hay que decir que la Justicia procesa en gran medida, por la forma en que funciona el sistema penal, lo que la policía le lleva para investigar.
-¿Cuál sería el aporte de las Ciencias Sociales?
-Todo esto redunda en la necesidad cada vez más urgente de discutir políticas de drogas. Me parece importante pensar cuáles son las variables que están en juego a partir de estos estudios situados que complejicen la forma de pensar estos fenómenos para finalmente abordarlo desde las políticas públicas y el Estado. Insisto, me parece clave discutir el paradigma prohibicionista para hacer un abordaje en serio de esta conflictividad. Con todo lo que eso significa. No podemos pronosticar el futuro. Desde las Ciencias Sociales intentamos comprender cómo son las dinámicas sociales en un momento particular y una de las cosas que está operando acá es que no se trata solo de una violencia instrumental por disputas en el mercado ilegal, sino que hay otra dimensión de la violencia que tiene que ver con la forma de construir masculinidad y prestigio.