Antes de las 9 de la noche, la pista luce aún vacía y el Bar La Paz le hace honor a su nombre. Se percibe en la atmósfera la ansiedad por que arranque la milonga, pero el tango siempre espera. «Y acá espera a todes… Este es un espacio inclusivo», presenta sin vueltas ni firuletes la actriz Adriana Pérez Frossasco, creadora y motor de la Milonga Amapola, cita fija de los miércoles para los cultores heterodoxos del 2×4.
La elegante morocha tiene varios años en el gremio de la santa milonguita: escribió un libro, produjo películas, montó espectáculos en Europa y, obviamente, parió bailongos antológicos, como la Milonga del Patio. Cuenta que la génesis de Amapola se dio hace casi cinco años en el Club Atlético Fernández Fierro (CAFF): «Veníamos de la experiencia de las milongas en la Casa Nacional del Bicentenario, que duró mucho tiempo y donde entraba gente muy diversa. Se juntaban vecinos de la Villa 31 con los de Barrio Norte y también muchos turistas. Del cruce, de esa diversidad, que no tiene que ver solamente con la cuestión social sino también con la edad, la nacionalidad o el género, nace la semilla de la Amapola».
Borrar los códigos estrictos y algo apolillados de la milonga porteña está en el ADN de la propuesta instalada en las alturas del bar, La Paz Arriba, desde donde los bailarines pueden otear los pocos neones todavía radiantes de la calle Corrientes. «No sabés lo que es ese ventanal las noches de lluvia –describe Adriana–, es un espectáculo esta pista, y el que vino sólo a ver, termina bailando. El alto con la petisa, el flaco con otro flaco, las dos pibas, el que vino del Conurbano con el llegado de Europa. Acá no plancha nadie». Agrega que la entrada es a la gorra, perdón, al sombrero, para evitar connotaciones policiales.
La oferta milonguera de Buenos Aires se diversificó en las últimas dos décadas. La hay en los cien barrios porteños y para todos los paladares. Están las tradicionales, de la vieja guardia, gay, queer, for export y siguen las etiquetas. «La nueva movida es para todes, inclusiva, que se abra. Venite en zapatillas, bailá como quieras, mientras no lastimes a nadie con los boleos. La regla básica es el respeto en la calesita», explica Adriana, mientras cena una frugal ensalada, menú livianito para salir a la cancha en condiciones. La morocha también recomienda cero alcohol, para evitar patinadas con los tacos finos como agujas. Y hacerle cuernitos al ajo y la cebolla: «Se baila pegado, mire si me pierdo al amor de mi vida por tener mal aliento».
Nueva Vieja Guardia
Más allá del abrazo bailable en la pista, Amapola complementa su carta con formaciones tangueras en vivo, cantantes y orquestas de ayer y de hoy, que le dan un respiro al DJ. Bruno Giuntini es un curtido violinista, exmiembro de la Fernández Fierro y actual director del cuarteto Derrotas Cadenas. También, socio fundador de la milonga. «Acá tratamos de expandir sin ser chocantes. El tango es una danza improvisativa, y si te vas de mambo, podés llegar a intimidar. Tampoco queremos romper todo». En su set list infalible hay algo de Canaro, una pizca de Fresedo y algún clásico de D’Agostino y Vargas. Todo muy bailable.
Respecto de sus dotes en la pista, Giuntini se define como un bailarín promedio: no es un Virulazo pero tampoco un patadura. «Toco hace más de 20 años, pero bailo desde hace poco. Siento que se completó una parte mía. Es como estar del otro lado del mostrador, y me animo a tirar un firulete, un ocho, depende del día, de la compañera, de si estoy feliz o no». En alguna ocasión, en la milonga inclusiva, disfrutó piezas abrazado con un caballero, como lo hacían los padres fundadores de la danza a fines del siglo XIX: «Quince años atrás, por ahí si me encaraba un chabón, le decía: ‘pero, ¿qué me estás proponiendo?’. Pero ahora bailo sin dudarlo».
Ximena es una de las tantas bailarinas que les sacan viruta a las baldosas todos los miércoles. Trajinó varios puntos cardinales del territorio milonguero porteño, pero en la Amapola encontró su norte. Arrancó bien de abajo, en patas, tomando las clases que brinda el espacio. «En otras milongas, sea por la calidad del baile, la vestimenta, la experiencia, muchas veces te dejan pagando toda la noche. Son situaciones angustiantes. Y creo que bailar tango genera otros lazos, nos une como personas. El abrazo no es necesariamente sensual, también es lúdico, acrobático y, sobre todo, da contención». En la pista, las parejas se mueven entrecerrando los ojos y se pierden en el mapa del salón. «¿Por qué bailamos tango en el siglo XXI? Porque estamos desconectados, pegados a Internet, hablando con gente que no existe –se despide Ximena antes de entrar al ruedo–. Y cuando bailás, sentís cómo late el corazón del otro arriba del tuyo».
Pedagogía del abrazo
«Te llevo para que me lleves» podría ser uno de los mandamientos que predica Soledad Nani, docente a cargo de las clases que anticipan el bailongo. Nació en Carapachay, arrabal de laburantes, y se encontró con el tango hace unos 20 años: «Con mi grupo de amigues empezamos a tocar tanguitos con la guitarra y leíamos poesía. Un día nos mandamos a una milonga. Fue un viaje de ida». El periplo tuvo turbulencias: «Quise tomar clases con un profesor de Villa Urquiza, y cuando le dije que quería aprender a guiar, me contestó que no le enseñaba a mujeres. No volví más». Después, Nani encontró docentes con la cabeza abierta y perfeccionó la técnica para ejecutar los dos roles: «Me acerqué al tango queer, que planteaba desjerarquizar, que el género no determine quién guía». Con los años, resalta, el feminismo, la diversidad, las disidencias se sumaron a la milonga: «Es un momento histórico, y el tango es un reflejo de una sociedad más inclusiva. Aunque hay algunas milongas que quedaron en la prehistoria. Acá a dos cuadras no dejan bailar a personas del mismo sexo. Son unos dinosaurios. De alguna manera, bailamos lo que somos».
No hay grieta entre los presentes, dicen que Nani es una profesora del carajo, con una paciencia infinita. Hasta el más madera termina la clase despuntando algún firulete. ¿La clave? «La conexión a la hora de manejar los dos roles. Si somos dos personas pensando la danza como el yin y el yan, la improvisación se dispara a otro lugar».
Gustavo Adolfo Díaz de Vivar contempla acodado en una mesa de billar el balanceo de las parejas en la pista. Asegura ser descendiente del ibérico Cid Campeador, tiene 82 pirulos y vino, dice, «a pispear, porque no bailo tango, sólo valses y folklore, aunque si suena una milonga como ‘La puñalada’ o ‘Papas calientes’, no me puedo resistir». Hincha de la Guardia Vieja, no tiene prejuicios con la inclusión: «Mire si me voy a asustar por ver a dos hombres bailando. Que sean felices y coman perdices».
Cinco metros más allá hay otro pibe, con una pollera pantalón que le queda pintada. Cansado pero feliz después de varias vueltas abrazado con un porteño en la calesita, Iván, joven ingeniero moscovita, cuenta que baila hace dos años. «Sé que debo mejorar, necesito práctica. Me cuesta un poco el idioma, pero en la pista siento que puedo conversar hasta en lunfardo». Llega otro flaco y lo cabecea al ruso, y antes de arrancar juntos para la pista mientras suenan los primeros acordes de un clásico de Malerba, lo encara a este cronista. «¿Y vos qué esperás? No te vas a quedar planchando. Deconstruite, pebete». «