Levantarse un domingo y ver en la tapa del diario más vendido del país que un compañero de trabajo fue asesinado y calcinado, y tener la certeza de que había sido por nuestra labor como periodistas derrumba hasta el corazón más frío.
José Luis Cabezas hoy es un símbolo de la libertad de expresión y de las luchas contra las mafias. Pero José Luis era un laburante que había nacido en Avellaneda, que trataba de progresar en su oficio, que seguía preocupado por tener un mango para estar un poco mejor junto a su familia. Que sabía que retratar al enigmático empresario Alfredo Yabrán era un logro periodístico. Yabrán era un poderoso y desconocido empresario que con prácticas típicas de la mafia se había apoderado de lugares clave en la formación de una Nación. Controlaba, en silencio, desde los pasaportes, la correspondencia, y todo lo que salía y entraba por Ezeiza, hasta la fabricación de billetes.
Después del crimen, Cabezas puso su foco y echó luz a un poder en las sombras en aquella vida política de los años ’90 y Yabrán tuvo que dar la cara representando el rostro del mal en la Argentina. Simbolismos. Tampoco es casual que la foto y el crimen ocurrieran en la zona del balneario más glamoroso de la costa argentina: Pinamar. Donde todos hacían la vista gorda de las disputas corruptas del poder económico por quedarse en el balneario con tal de aprovecharse de sus migajas para tener una buena temporada. Quizás Yabrán había sido más elocuente con sus banderas violetas de OCA inundando el balneario con la complicidad del intendente Blas Altieri. Pero también su mayor enemigo, el entonces gobernador bonaerense, Eduardo Duhalde, también era un habitué del lugar. Y la revista Noticias supo imponer su marca en esos tiempos retratando aquella frivolidad corrompida desde que, en 1991, hicimos la primera nota sobre Yabrán y sus custodios nos echaron a los tiros de su mansión en Acasusso (estaba acompañado por el fotógrafo Marcelo Lombardi), mientras recibíamos los gritos de su jefe de seguridad, Gregorio Ríos.
Cabezas, desde aquella revista, retrató esa turbia trama de chicas en bikini, romances veraniegos, negocios espurios, policías corruptos y disputas políticas. Era su trabajo. Pero se convirtió en símbolo.
Volver a pisar la redacción después del crimen fue una de las cosas más difíciles que afrontamos. Primero, por la sensación de sentirnos expuestos en ese lugar. Después, por el desánimo que genera la impunidad. Los llantos no nos dejaban pensar mucho. Entre todo ese cúmulo de sensaciones teníamos que pensar cómo encarar periodísticamente el crimen, organizarnos para el velorio y para el reclamo de justicia. Todavía recuerdo aquellas primeras marchas (una en Plaza de Mayo y otra en la avenida Corrientes, en la puerta de la redacción). Mientras nos conteníamos y trabajábamos, otros iban a hacer pasacalles, o imprimíamos remeras con el dibujo que Hermenegildo Sábat nos había cedido; algunos pensaban en qué decir ante la multitud y otros pensaban en cómo sumar gente u organizaciones al reclamo de justicia.
Enseguida encaramos dos líneas de investigación. La que apuntaba a Yabrán y la otra a la Maldita Policía bonaerense. Veinticinco años después sabemos que ambas eran una sola. De los condenados, uno era el jefe de seguridad de Yabrán, tres eran policías bonaerenses y otros cuatro patoteros al servicio de políticos, empresarios y policías. El autor intelectual, Yabrán, no pudo ser condenado porque se disparó con una escopeta adentro de su boca (vale la aclaración para desmitificar teorías sobre la identificación del rostro del empresario telepostal que estaba claramente reconocible) en el momento en que estaba por ser detenido. “Nunca hubo una causa con tantas pruebas”, me dijo una vez un funcionario judicial de Dolores. Y era cierto. Desde la confesión de los autores, hasta todo tipo de constataciones materiales que corroboran sus dichos. Hasta inexplicables llamadas y reuniones personales entre un oscuro policía de Mar de Ajó (Gustavo Prellezo, el autor material) y un poderoso empresario (Yabrán, el autor intelectual).
Pero llegar a conocer la verdad no fue fácil. Por el dolor y la angustia que sentíamos, por las presiones de todo tipo (Jorge Fontevecchia llegó a decirnos que no podíamos convertirnos en “las viudas de Cabezas”) y por un sinfín de operaciones para desviar la investigación empezando por ‘Pepita la Pistolera’ y siguiendo por denuncias anónimas que colocaban a la víctima como extorsionador (se llegaron a investigar las cuentas bancarias de Cabezas y se determinó que a duras penas llegaba a fin de mes).
Finalmente llegamos a la verdad. Todos fueron condenados a perpetua. Pero creo que hubo algo que fue fundamental: la presión social. Aquel grito desgarrador de una sociedad que dijo “Cabezas presente” y que siguió con aquel “No se olviden de Cabezas” permitieron sostener la presión por la verdad hasta la sentencia, que llegó poco más de tres años después. Por primera vez la lucha de un pueblo le ganaba al poder real. Después de eso, una parte del Poder Judicial se dejó corromper, acortaron las penas y hoy todos los culpables están libres. Pero siempre nos quedará la sensación de haber cumplido el compromiso asumido con José Luis de llegar a la verdad y denunciar a aquella trama de corrupción que tendría su crisis más profunda un par de años después.