Sebastián Alancay Díaz –33 años, integrante de Fuerza Ecológica, una organización que pregona la educación ambiental y el activismo por la crisis climática– los conoce bien porque trabajó para ellos. “Si tienen 6000 hectáreas –dice–, te fumigan 6001, porque siembran soja hasta en los arroyos y las lagunas. Después los productores se victimizan, dicen que no los dejás trabajar, pero la verdad es que solo queremos que se hagan responsables, no pueden desconocer lo que provocan. El que mira para otro lado es cómplice”.
Durante tres años, desde 2009 hasta 2012, Sebastián fue aplicador terrestre de agrotóxicos para una empresa afincada en el partido de Lobos, de la que prefiere, por ahora, guardarse el nombre. Esa experiencia, primero, lo espantó, y luego lo convenció de que debía concientizar a los demás sobre el peligro al que estaban expuestos. “Pude ver los efectos de las fumigaciones, los problemas que causan. El actual modelo agroquímico se escuda en la falta de información que tiene la gente, en eso se sustenta para seguir envenenando a los pueblos”.
El clic, cuenta, fue en 2018, cuando su hija, que por entonces tenía cuatro años, tuvo que ser internada en el Hospital de Niños de La Plata y sometida a estudios oncológicos. “Pensé que todos los agroquímicos que me había fumado yo arriba del mosquito (como se las llama a las fumigadoras terrestres) se los había pasado a ella. Por suerte, resultó ser otra cosa, pero vi muchos otros chicos enfermos y me di cuenta de que la gente necesita saber lo que pasa en los campos, en las escuelas rurales, en los pueblos”.
La aparición de peces muertos en un arroyo de Lobos fue la oportunidad para capitalizar todos aquellos malos saberes acumulados. Sebastián se reunió con los integrantes de Fuerza Ecológica y les explicó que eso era la consecuencia inevitable de la aplicación descontrolada de fungicidas. Los propios ingenieros agrónomos, incapaces de desmentirlo, aceptaron que habían fumigado sobre el arroyo para que los hongos no estropearan los cultivos. “Los que fuimos aplicadores tenemos la información que muchas veces falta”, reflexiona ahora, ya incorporado a la organización.
Además del uso abusivo de los agrotóxicos, Sebastián descubrió que nunca se trata solo de la aventura de un hombre inescrupuloso, sino de un sistema de producción que pone a la rentabilidad por encima de todo. Y en eso incluye a la vida. “Detrás está la presión de los pools de siembra –explica–. Dependíamos de ellos porque son los que te dan las hectáreas para trabajar, pero al mismo tiempo te exigían renovar las máquinas para fumigar, que fueran 0 km, de esa manera te endeudabas y era un círculo vicioso. Necesitabas mejorar los rendimientos para que te dieran más hectáreas y así pagar las máquinas. Eso te obliga a hacer cosas que están mal”.
La primera imagen que asalta la cabeza de Sebastián es la del chajá, un pájaro autóctono que hace nidadas en lo que hasta la irrupción del paquete tecnológico en el agro era un ecosistema propicio. “Estamos hablando de nidos con 1500 o 2000 aves que no destruyen todo el cultivo, a lo sumo ocupan media hectárea, pero a los productores les molesta que haya siquiera un ‘yuyito’ o un pájaro”.
Para cumplir la orden de exterminar la “plaga”, Sebastián aplicaba cantidades industriales de endosulfán, un insecticida altamente peligroso que está prohibido en la Argentina desde el año 2013, y de metamidofos, otro plaguicida nocivo para la salud humana y el ambiente.
“El metamidofos –recuerda– estaba prohibido por el Senasa, pero igual lo conseguíamos en el mercado negro. Ese producto libera una feromona que provocaba que el chajá comiera precisamente donde habíamos fumigado. Al rato a los pájaros se les caían las alas, las iban arrastrando, luego empezaban a caminar en círculos, como desorientados, y en cuestión de horas ya los tenías a todos muertos”.
Sebastián también lamenta haber aplicado agrotóxicos con vientos de hasta 30 kilómetros (“fumigá igual que algo le va a pegar, si el resto se te vuela, no importa”, era el argumento del ingeniero agrónomo) y en campos linderos a una escuela (“veía a los chicos corriendo, escapando, porque fumigábamos hasta el alambre, pegado al mástil, y el olor era insoportable”). Sin embargo, lo consuela saber que él era una víctima más. “El eslabón más débil es el maquinista, es el que no tiene derecho a negarse. A los mismos operarios nos mentían, nos decían que el glifosato era inocuo, que se desactivaba en contacto con la tierra. Si nos salpicábamos en la ropa o en la piel, nos tirábamos tierra encima porque les creíamos. Te quieren lavar la cabeza con la inocuidad de los productos, pero yo he visto compañeros intoxicados, a más de uno lo tuve que llevar al hospital con vómitos y dolor de cabeza, y otro aplicador se quedó ciego dos días porque le había afectado el sistema nervioso”.
La deuda
El presente de Sebastián es muy distinto. Se lo puede ver en debates públicos y exposiciones, donde comparte la información que fue recopilando como aplicador de agroquímicos, y en sesiones del Concejo Deliberante de Lobos, para seguir de cerca la discusión sobre los proyectos que buscan poner un límite a las fumigaciones (ver recuadro).
Pero la memoria, a veces, suele comportarse como un enemigo implacable. “Una vez, trabajando en una estancia de Cañuelas, la máquina se me quedó clavada en la tierra. Uno que conocía el campo me dijo que ahí había estado el puesto de un tal Domingo. Así me enteré de que en ese lugar funcionaba un tambo, que había animales y familias enteras y que cuando llegó el pool de siembra hizo un pozo, enterró las casas y los alambres, y después sembró soja arriba. El modelo del agronegocio afectó no solo a la fauna y la flora, sino también a la vida rural. Expulsó a las comunidades, a las escuelas rurales, a los puesteros, a todo lo que molestaba. A los ambientalistas nos dicen loquitos, dicen que estamos en contra de las costumbres criollas, pero es el agronegocio el que fue contra la gente del campo y se comió todo”.
Un modelo que extendió el monocultivo, que concentró la producción, multiplicó el desmonte, expulsó a campesinos y a pueblos originarios y propagó cantidades industriales de veneno solo ha podido consolidarse con el inestimable apoyo de los sucesivos gobiernos y la protección rentada de los grandes medios. El activismo ecológico, la ciencia digna y, sobre todo, la organización popular serán los responsables de una transición agroecológica que proteja la salud colectiva y del ambiente.
Para Sebastián Alancay Díaz llegó la hora de sumar su aporte. “La gente se familiarizó tanto con el sistema agroquímico que hasta conozco vecinos que fumigan sus veredas o los fondos de sus casas porque no saben las consecuencias. Quienes hemos trabajado con agrotóxicos tenemos la deuda de concientizar a la gente”. «
Para prohibir el glifosato
La semana pasada, luego de conocerse la noticia sobre la presencia de agrotóxicos en los peces muertos del río Salado en la provincia de Santa Fe, comenzó en redes sociales la campaña #ProhibirElGlifosato, en referencia al plaguicida más utilizado en la Argentina. Según datos de las propias empresas del sector, en 2018 se aplicaron 500 millones de litros de agrotóxicos, de los cuales 325 eran de glifosato. En promedio, se aplican 7,6 litros de plaguicidas por habitante, lo que ubica al país al tope del ranking mundial de consumo. Ya en marzo de 2015, la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer (IARC), que forma parte de la Organización Mundial de la Salud (OMS), concluyó que «existe evidencia suficiente» para relacionar al glifosato con la proliferación de la enfermedad.
El pasado 31 de diciembre, México vetó el uso del glifosato por decreto presidencial argumentando que “tiene efectos nocivos en la salud, tanto de los seres humanos como de algunas especies animales”. El país azteca se unió así a la lista de naciones que lo prohibieron, como Austria y Alemania.
Lobos, un municipio en sintonía con el agronegocio
Por estos días, en el Concejo Deliberante de Lobos se exponen los proyectos ingresados para regular el uso de agrotóxicos; uno, presentado por el Círculo de Ingenieros Agrónomos de Lobos (CIAL), que establece zonas de amortiguación a escasos 50 metros de los límites del área urbana, contemplando la misma distancia para escuelas rurales y, apenas, 20 metros para la laguna; el segundo, impulsado por Fuerza Ecológica y otras organizaciones ambientales, pretende alejar las fumigaciones terrestres a 1095 metros del centro urbano y a 3000 metros para las aplicaciones aéreas. En ese marco de antagonismo, las preferencias del intendente Jorge Etcheverry (foto), de Juntos por el Cambio, casualmente también ingeniero agrónomo y expresidente de la Sociedad Rural de Lobos, están a la vista.
“Desde el mismo municipio ordenaron fumigar las plazas con herbicidas. Nosotros elevamos un pedido de informes para que nos digan qué productos utilizaron, pero todavía no respondieron. La único que contestaron es que decidieron aplicar agrotóxicos porque no tenían el personal suficiente para cortar el pasto. El mensaje es gravísimo: ¿con qué criterio le vas a poner una multa a un productor que no respete las distancias de fumigación si el propio municipio te aplica pesticidas al pie de un subibaja o de una hamaca?”, se queja Sebastián.
Otro de los reproches que Fuerza Ecológica le hace al intendente es su conformidad para que CampoLimpio, una empresa dedicada a la recuperación de envases de “fitosanitarios”, instale en la ciudad un centro de acopio con el consecuente riesgo de exposición para los vecinos.
“Hay un desconocimiento muy grande de parte de nuestros gobernantes. No están cumpliendo con la Ley Yolanda (que establece que todos los empleados y empleadas de la función pública, en todos sus niveles y jerarquías, reciban una capacitación obligatoria en materia ambiental) y eso provoca que los ciudadanos estemos en un desamparo total”, se lamenta Sebastián, y agrega: “En plena pandemia, el intendente fumigó las calles con un mosquito porque quiere amigar al pueblo con el modelo”.