Los compañeros comenzaron a debatir la vuelta al trabajo presencial. La emoción de los reencuentros de fin de año nos había demostrado que necesitábamos estar juntos. Medio en broma, sugerí que deberíamos votar en asamblea si se podría venir en calzoncillo y pantuflas, para no perder la costumbre. Se extraña a los cumpas, pero hay comodidades que van a resultar difíciles de abandonar. O eso creía…
Enfrente de casa están reformando un viejo PH. Le agregan una planta en primer piso respetando el estilo original: las ventanas son de esas por las que te arrancan la cabeza en un desarmadero, y las molduras en el frente superior calcan las originales de planta baja. En un barrio en el que demuelen bellísimas construcciones para hacer mamotretos típicamente iguales -eso si, con “amenities” y coso- que un vecino mantenga el estilo es como para cruzar y abrazarlo. Claro que las obras ya no son igual. Ahora descargan el material sobre la vereda con unas brutas grúas. La arena, en bolsones, los ladrillos y el cemento, sobre pallets de madera. Una de esas grúas, me dice el sereno de la obra, que me saluda culposo, rompió el cable que cruzaba la calle hasta el PH donde vivo. Malicié lo peor y no me equivoqué: era la conexión con la que vengo trabajando en calzoncillos y pantuflas desde el Covid.
No era una maravilla. Se cortaba a cada rato y en Atención al Cliente me juraban que estaba todo fenómeno, pero los tipos que venían a casa me decían que se habían extendido demasiado con tal de proveer a millones que trabajan en prendas íntimas. Uno me reconoce que deberían hacer más inversiones, pero que la empresa “no quiere poner un mango y va cortando en forma intermitente”. Otro, que estaban poniendo fibra óptica y con eso se iba a solucionar, pero para la zona todavía faltaba.
A los tres días apareció un técnico y arregló el cable. Le dije cómo había sido lo del corte, que si lo dejaba en el mismo lugar se corría riesgo. Me miró con suficiencia, me respondió: “lo puse más alto” y se fue. Según un amigo son tercerizados, hacen todo rapidito porque si no el trabajo no les rinde. Entiendo, no andan en paños menores y chancletas…
A los tres días salgo a la calle y veo el cable tirado en la vereda. Siguen descargando mercadería y ocurrió lo peor. Vuelvo a llamar a la empresa. Un muchacho muy amable me dice: en 72 horas van a arreglarlo, que no hace falta que esté porque como el cable es afuera… A las 96 horas vuelvo a llamar.
Me pelotean por Whatsapp -no hay una opción para “volvieron a romper el cable que cruza la vereda”- y escribo que quisiera hablar con un ser humano. Teclean “soy un ser humano” y aseguran que, según la información de su pantalla, no hay ningún problema con la conexión. Que todo está arreglado. Dudo, ¿me estaré volviendo loco? Tal vez pusieron otro cable en otro lugar y para hacer más rápido dejaron tirado el que estaba, pero no. No anda. Para calmarme me dicen que un técnico vendrá por casa dentro de 10 días.
Estaba por estallar. Luego de apretar decenas de opciones, consigo hablar con un ser humano al que le digo que quiero dar de baja el servicio y contratar a otro. Es decir, AL otro. Hace unos días se cumplieron 50 años del estreno de El Padrino, la gran creación de Francis Ford Coppola. Me doy cuenta de que irme de la compañía es más difícil que salir de la mafia.
El jovencito que me atiende me ofrece packs que no me interesan, rebajas en el costo del servicio -o sea que me lo podían cobrar menos, qué cosa- y me doy cuenta de que me hace una oferta que no debería rechazar. Cuando me promete que “mañana sin falta entre las 8 y las 13 va a ir un técnico con un sobreturno”, asocio esa palabra a consultas médicas y crece mi temor. ¿Y si es una amenaza velada? Acepto.
Al otro día me envían un mail con el link a una aplicación que me dice que Fulano de Tal vendrá por casa a las 11,32. A las 13,30 pregunto al mail qué pasa, que yo tengo que trabajar. La aplicación indica que De Tal vendrá a las 14,08, luego a las 14,37, a las 15,17, a las 16,47. Salgo a la calle y me siento en el umbral a ver si de casualidad veo una camioneta de la empresa. Me ilusiono ante cada una que dobla en la esquina con un logo, pero no. Imagino hasta que pasó una de “Los pollos hermanos”; la cubierta para la venta de droga de la mafia de “Breaking bad”. Pero nada. La aplicación me termina diciendo que reprogramaron la visita para el 23 de abril.
Mi esposa legítima llama a la empresa B porque está harta de que me forreen. No lo dice, pero me doy cuenta. Tengo que tomar coraje y darle de baja a A. Veo mensajes desalentadores en las redes. Gente de Perú, de España, de Chile, de Brasil, puteando por las dificultades para irse de otras empresas que no son A ni B. Los de B le dicen a ella que vienen al otro día, el servicio es más barato y además, con fibra óptica. Contrata a B sin dudarlo.
Tomo coraje y como por teléfono siempre “los operadores están todos ocupados, llame más tarde”, me meto en la web de A, que me reenvía al Whastapp, donde me vuelven a hacer ofertas que no debería rechazar. A todo digo que No al toque así, por la velocidad de respuesta, el bot se va a dar cuenta de que no me entra un alfiler, pienso. Finalmente me dicen “entendemos, tu solicitud de baja fue tramitada, un representante se comunicará con vos a la brevedad”. Averiguo en Defensa del Consumidor qué hacer si el representante no se comunica y doy de baja el débito automático en el banco. Este es más fácil.
Los tipos de B vinieron el jueves. Puntuales. “Viva Perón”, me dije. Empiezan a trabajar afuera y tocan el timbre nuevamente. “No está habilitado el nodo correspondiente, ustedes son los primeros clientes de la manzana al que le conectan fibra óptica”. Prometen volver mañana, de 8 a 12, sin falta, con el nodo habilitado.
Podría decir qué empresa es A o B. Pero mejor dejarlo así. Temo encontrarme con la cabeza de un caballo en mi cama y las sábanas ensangrentadas. Mientras, renuncio al calzoncillo y las pantuflas, voto por el trabajo presencial y corroboro que eso del cambio cultural por la tecnología es un verso. «