«Visitando el edificio de la Confitería Del Molino, frente al Congreso de la Nación. En el 2014 promulgamos la ley que permitió recuperarlo y restaurarlo para poner en valor un espacio con un enorme valor histórico, cultural y patrimonial». Con esas palabras, la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner promocionó un lugar emblemático del país.
Lo gris contra lo gris del paisaje urbano se esfuma una tarde cualquiera. Oficinistas trajeados recorren las sendas peatonales a toda velocidad enfundando maletines, smartphones o cafés en mano cual varitas mágicas mientras intentan abrirse paso entre Callao y Rivadavia. A un costado, dos moles imponentes se erigen hace ya más de un siglo.
Titanes urbanos que custodian el paso de una ciudad que década tras década se fue volviendo más ansiosamente apresurado. De un lado, el Congreso de la Nación, en constante ebullición. Enfrente, con un halo de mayor misterio, otro edificio imponente y atractivo viene de reposar durante más de dos décadas como un gigante dormido esperando un impulso que lo despertara. Eso está ocurriendo.
Fue inaugurado en 1917 pero lo crearon mucho antes, en 1850, a pocos metros, en la esquina de Rivadavia y Rodríguez Peña antes conocidas como Federación y Garantías. Desde hace más de un siglo irrumpe el paisaje vertiginoso como una nave espacial modernista que aterrizó en el epicentro porteño y ahí se quedó. Con sus vaivenes, supo ser símbolo de la opulencia y las tertulias de congresistas hasta alcanzar el ocaso y el cierre. Hasta que la ley en 2014 le dio una nueva vida. Esta es la historia de la Confitería del Molino, que el mes que viene volverá a abrir sus puertas al público.
Molino: masas, disparos y milongas
En 1850 dos maestros pasteleros italianos —Constantino Rossi y Cayetano Brenna— eran dueños de la Confitería del Centro. Aún no existía la Plaza Congreso y había molinos harineros en la zona. El primero y más famoso fue el Molino Lorea. Entonces deciden cambiar el nombre: Antigua Confitería del Molino.
Ahí comienza un proceso de modernización y expansión notable: se mudan a su actual ubicación frente al Congreso en 1905, y luego compran los edificios linderos (Callao 32 y Rivadavia 1815). Y le encomiendan a un prestigioso arquitecto italiano, Francisco Terencio Gianotti, que encabece un proyecto para unificar todo el predio en una sola gran construcción. Así se gesta el actual molino con su ya célebre cúpula, sus vitrales y su hormigón armado, material pionero para la época.
El estilo del edificio es art nouveau. Posee tres pisos y tres subsuelos. Los superiores se destinaron para viviendas en alquiler, algo típico de la época, y la confitería funcionó en la planta baja hasta el 24 de febrero de 1997 bajo diferentes administraciones y con diversa fortuna.
Por allí pasaron legisladores como Lisandro de la Torre o Alfredo Palacios —no existían los anexos del Congreso donde hoy ocurren las reuniones y «rosqueos»—, figuras de la cultura como Jorge Luis Borges o Carlos Gardel, y hasta el famoso astronauta Neil Armstrong llegó a tomarse un café en el recinto que sigue luciendo como un palacete real. En los subsuelos funcionaba un submundo: cientos de trabajadores dirigiendo una panadería; bodegas, depósitos y hasta una fábrica de hielo. La producción nunca cesaba.
En el primer piso había dos salones de fiestas (el Versalles y el Gran Molino) donde se realizaban tertulias, milongas y se presentaban orquestas típicas custodiadas por más de 150 metros cuadrados de vitrales llegados de Italia por orden de Gianotti. No fue lo único: se hizo traer todos los materiales del viejo continente. Desde mármoles hasta piezas de bronce, puertas, ventanas, cerámica y cristalería.
La obra se inauguró en 1917. Sus imponentes columnas que parecen de mármol son producto de un estuco realizado mediante polvo de mármol. En otras zonas, donde aparenta haber oro, yacen otros metales nobles. Una suntuosidad aparente.
Luego del alejamiento de Rossi, uno de los socios fundadores, Brenna queda como única cabeza de la Confitería que llevó a su esplendor hasta su muerte en 1938. En ese lapso ocurrió el primer golpe de Estado, encabezado por el general José Féliz Uriburu en 1930. Según testimonios de la época y registros fotográficos, militantes radicales dispararon desde el edificio del Molino intentando resistir, sin éxito, el alzamiento militar.
Esto produjo el incendio del lugar, que se vio obligado a cerrar sus puertas hasta 1931 cuando fue parcialmente reconstruido. Así lo retrataba Roberto Arlt en una de sus aguafuertes «¡Donde quemaban las papas!»: «De la confitería de la ópera salen corriendo personas y militares. Entran corriendo ¿Se rinden? ¿Atacan? No se sabe».
Llegaría la administración de Renato Varesse hasta 1950, y la de Antonio Armentano, que en 1978 se declara en bancarrota. Es adquirida por los nietos de Brenna quienes intentan retomar su legado y resisten, con vaivenes, hasta el cierre definitivo de sus puertas en el verano de 1997.
Un dulce para el imperio
Buenos Aires. Año 2023. Recorrer la confitería ubicada en la planta baja del edificio es una suerte de viaje en el tiempo. La prueba de que no se necesitan grandes adelantos tecnológicos para materializar el pasado sino, más bien, dar con los lugares correctos. Se ve un antiguo montaplatos rodeado de un clásico letrero luminoso que proclamaba la venta de merengue y chantilly, uno de los tantos postres típicos y celebrados del Molino junto con el pan dulce. Como banda sonora se escuchan sonidos de taladros, picos y mazas.
El edificio se encuentra en estado de obra permanente luego de una serie de procesos que propiciaron su resurrección: primero la Ley 27.009, sancionada en 2014 con 217 votos a favor y una abstención, que declaró su utilidad pública y su expropiación, como parte del «Proyecto de la manzana legislativa» y pasó a ser propiedad del Congreso de la Nación.
Así nació la Comisión Administradora del Edificio del Molino cuya área técnica se encuentra a cargo del arquitecto Guillermo García, asesor de Patrimonio Cultural del Palacio Legislativo. Él fue uno de los primeros en ingresar al edificio luego de años de abandono: “Entramos en 2018. Nos abrió un viejito que hacía las veces de sereno. Comenzamos a tapiar puertas, realizar un inventario, abrir lugares e iniciar la restauración. No había luz. Había huecos en el piso y el edificio había sido saqueado”.
Desde aquel entonces, la obra solo se detuvo por obligación durante los primeros meses de 2020 debido a la pandemia y la cuarentena. En junio de 2022 volvió a abrir sus puertas. Además de la célebre confitería, también avanzaron con un Museo de Sitio y un Centro Cultural, entre otras iniciativas ligadas a la nueva vida del Molino.
La reconstrucción generó un acercamiento de anécdotas, vivencias y recuerdos ligados a las paredes de este gigante de historia viviente. Desde el surgimiento del famoso postre Leguisamo hecho a pedido de Carlos Gardel para su amigo, el jockey Irineo Leguisamo, pasando por las citas de Borges, los cafés con masas de Eva Perón, el catering presidencial que surgía de su cocina o el célebre postre Imperial Ruso (merengue francés relleno con crema de manteca y almendras) realizado en homenaje a los zares derrocados por los revolucionarios soviéticos, y que fue conocido en Europa como “Postre Argentino”.
El recinto también fue el refugio en el que José María Contursi escribió la letra del tango “Gricel”, y en los noventa, durante sus últimos suspiros, alojó a Madonna, quien aprovechó los recreos del rodaje de Evita para realizar el videoclip de “Love don’t live here anymore” en marzo de 1996.
“El edificio es lo que quiere ser”
Uno avanza por las escaleras que parecen interminables y se encuentra con zonas ya restauradas intercaladas con lugares que continúan reconstruyéndose. También hay oficinas que se crearon para agilizar el trabajo del equipo de restauración y administración del Molino. Al llegar a lo más alto, la icónica azotea en la que se manifiesta, imponente, la cúpula con sus famosas aspas, adornada de vitrales que evocan escenas del Quijote. Detrás, a escasos metros, el Congreso de la Nación.
García aporta detalles de la restauración con pasión. Explica que la piensan desde una mirada multidisciplinaria para planear una recuperación integral de los bienes y una garantía de conservación preventiva hacia el futuro. “El edificio es lo que quiere ser”, remarca de forma poética. Hay reconstrucciones que se realizaron a partir de fotografías, ayudados por herramientas de diseño digital.
Los leones que custodian la cúpula, por ejemplo, fueron restaurados en base a modelados 3D. Pesan 800 kilos cada uno. La célebre marquesina de la entrada, de 55 metros de largo, se reconstruye en acuerdo con el Astillero Río Santiago. También se adquirieron piezas originales, como las luminarias, que habían quedado en posesión de los herederos de la familia Brenna.
«¿Desaparecerá la ciudad o el planeta entero se convertirá en una vasta colmena humana?», se preguntaba Lewis Mumford en su libro La ciudad en la historia. Más cerca de lo segundo que de lo primero, estas megalópolis de cemento, carne y piedra están lejos de erradicarse. Más bien continúan extendiéndose a un ritmo desaforado cuya tracción a sangre parecería alimentarse de multinacionales y torres sacadas de un McDonald’s inmobiliario que amenazan con barrer las culturas locales. Bajo la promesa de vivir en panaceas cosmopolitas, la memoria colectiva parecería un animal en peligro de extinción. Bastiones como la Confitería del Molino funcionan como amuletos proteccionistas, moles totémicas protectoras del fuego sagrado de la historia urbana. «