El exjefe de la Armada (todavía lo era a fines del año pasado) Marcelo Srur era agasajado en Montevideo por sus colegas uruguayos cuando desde la provincia de Chaco el comandante de Alistamiento y Adiestramiento Luis López Mazzeo le informó telefónicamente, mientras participaba de una «campaña sanitaria» (sic), que se había perdido un submarino. Srur llamó a su segundo, el vicealmirante Miguel Ángel Mascolo, el único de los tres que estaba en Buenos Aires. «Cuando se va el jefe, queda a cargo el subjefe en forma automática». Srur le preguntó a Máscolo «qué sabía del submarino», y la respuesta que recibió fue sorpresiva y desconcertante: «¿Qué submarino?».
La causa judicial que tramita ante el tribunal federal de Caleta Olivia, a cargo de la jueza Marta Yáñez, está orientada a determinar qué pudo haber pasado con el ARA San Juan, pero no a encontrarlo. Las declaraciones testimoniales de los oficiales de la Armada desnudan rencillas y recelos y exhiben un alto grado de improvisación, descoordinación y falta de información entre ellos, propios de un juego del teléfono descompuesto.
Mucho más alarmante es la comprobación de que al menos una esposa de una de las 44 víctimas de la desaparición del submarino tiene su teléfono ilegalmente pinchado. La abogada Valeria Carreras, quien representa a varias familias de tripulantes, encargó al Laboratorio de Seguridad de Comunicaciones de la Universidad Tecnológica Nacional (UTN) un análisis de los teléfonos de dos esposas porque había detectado «cosas extrañas». El miércoles pasado, el informe técnico reportó que una de esas líneas «estaba interceptada por una computadora que reaccionó atacando a la computadora del laboratorio con contramedidas típicas de los Interception Management Systems». El análisis de teléfono pinchado dio positivo. La abogada prepara una denuncia penal y pedirá que se chequee no sólo el tipo de intervención de esa línea sino de todas las de sus representadas y de los tripulantes del submarino.
Al ARA San Juan, desaparecido desde el 15 de noviembre del año pasado, ya nadie parece buscarlo. Más allá de tareas rutinarias con pocas o nulas expectativas, la frase pronunciada por el ministro de Defensa, Oscar Aguad, retumba en el dolor de las familias: «el mar puede ser su tumba definitiva».
En las audiencias testimoniales las partes preguntan por los botes, la vida útil de los chalecos, las pérdidas de aceite hidráulico, las filtraciones de agua, los períodos de carenado, el mantenimiento, los procedimientos ante situaciones de emergencia y apreciaciones personales de los marinos. A mediados de 2017 la nave sufrió una situación de crisis que, según el relato de Srur y del presidente del Consejo Asesor, capitán de navío Gabriel Attis, dejó al submarino «sin propulsión». La jueza aún no pudo determinar qué se hizo para solucionar ese problema y en qué condiciones la nave volvió a zarpar.
En el expediente se multiplican hipótesis de qué pudo haber ocurrido. Los testimonios descartan cualquier vinculación con Malvinas, pero un documento que detalla la última misión del ARA San Juan explica que debía vigilar buques pesqueros y petroleros con presuntas actividades ilegales, pero también «aeronaves RAF (Royal Air Force, británicas, ndr) C130 y aeronaves de gobernación Malvinas». El documento es «confidencial», fue firmado por el capitán de Navío Héctor Aníbal Alonso, jefe de Estado Mayor del comando de la fuerza de Submarinos, «en ausencia del señor comandante» de la fuerza de submarinos, capitán de Navío Claudio Javier Villamide. «Se incinerará al finalizar la operación sin remitir/elevar acta», ordena.
La «Declaración conjunta de las delegaciones de la Argentina y del Reino Unido», firmada en febrero de 1990 en Madrid por el entonces presidente Carlos Menem, establece que las naves argentinas no pueden superar el paralelo 40, porque desde allí es «zona Malvinas». El ARA San Juan, según aquel pacto, no debió haber incursionado por esas aguas. Pero en la zona en la que sí debió haber estado no está, y para vigilar «aeronaves de gobernación Malvinas», tal como establecía su misión, probablemente debió haber estado en otro lugar. La teoría es un oxímoron: no se lo busca después del paralelo 40 porque no debió haber estado allí, pero donde sí debió haber estado, no está. Y no hay más lugares en dónde buscar.
Las querellas pidieron, en ese contexto, que se ordene determinar por geolocalización de las llamadas satelitales que se efectuaron desde el submarino en la madrugada del 15 de noviembre, fecha del último contacto, para determinar derrotero y velocidad en un lapso de seis horas, en el que parece estar encerrado el secreto de lo que ocurrió con la nave.
La geolocalización permite determinar desde qué lugar geográfico se realizaron las llamadas, y esa información, cruzada con el reporte sobre la «anomalía hidroacústica» y el «evento anómalo consistente con una explosión» que provinieron de Estados Unidos y Austria, posibilitaría establecer una nueva área de búsqueda.
Por extraño que parezca, esta medida aún no fue realizada. En cambio las tareas de búsqueda incluyen videntes y parapsicólogos a bordo de buques y la contratación directa, con presupuestos millonarios, de empresarios que prometen hallar en 100 días un submarino infructuosamente buscado por las armadas de varios de los países más altamente tecnologizados del mundo. «