Al margen del reconocimiento de una serie de rasgos ostensivos claramente identificados en la Guía para la elección de juguetes sin estereotipos sexistas, publicada en los últimos días por el Ministerio de Consumo del Gobierno de España, la conceptualización aislada y estática del juguete no nos permite interpretar su impacto en el desarrollo de niñas y niños.
El análisis puramente descriptivo, muy dependiente de aspectos algo manidos como la asociación de colores y géneros, resulta insuficiente, máxime en una sociedad de la información como la actual en la que madres y padres han pasado masivamente por una escolarización obligatoria.
Todo el mundo entiende que, estáticamente, un cuchillo no es más que un instrumento para cortar; sin embargo, exhibirlo en una oficina bancaria no tiene el mismo significado social que apoyarlo sobre la mesa de un restaurante. Es decir, hemos adquirido por vía de la socialización un conocimiento sobre los usos legítimos del cuchillo, siendo estos dependientes de la definición de las posibles situaciones, en cuyas configuraciones normativas este instrumento colabora en una medida mayor (en el banco puede definir por sí solo la situación como un robo) o menor (en un restaurante es un objeto más).
¿Es un telescopio un juguete masculino o femenino?
Algo muy similar sucede con los juguetes: por sí solo, un telescopio no es más apropiado para niños que para niñas, siendo ahí donde se quedan los análisis más liberales. Sin embargo, en una situación de juego, el juguete suele ser el principal dotador de sentido, lo que plantea el problema de la legitimidad de su uso, sobre todo porque su adquisición se ve precedida por la vocación de quién lo elige para ponerlo a disposición del niño o de la niña.
En consecuencia, el significado social del juguete se suele decidir antes de su uso, siendo el género un factor determinante en su definición. Por otro lado, el marco que plantea un libre mercado favorece que las empresas jugueteras busquen conciliar la legitimidad de uso del juguete con los blancos comerciales.
Así pues, más allá de ser una mera actividad lúdica, jugar supone una preparación para la vida adulta, mediante la adquisición de habilidades cognitivas, intelectuales, sociales y comunicativas, permitiendo la asimilación funcional de una determinada versión de la realidad. Aunque es cierto que no todos los juegos necesitan de juguetes, estos objetos sirven de soporte del sentido que se da a la acción de jugar, permitiendo al niño o la niña explorar, crear, inventar, imaginar, proyectar o fantasear. Se trata, por tanto, de un producto de consumo que es correlato de una actividad socializadora.
Durante las fiestas navideñas asistimos a un incremento vertiginoso en el número de anuncios relacionados con la industria juguetera. Desde las teorías del aprendizaje social se advierte de que la elección de los juguetes no puede explicarse con argumentos esencialistas o biológicos. Como se ha visto, estáticamente los juguetes no tienen género. Sin embargo, a los tres años niñas y niños ya logran discernir entre aquellos apropiados para ellas y para ellos.
No existe ningún gen que establezca en las niñas su preferencia por el color rosa, las princesas o los artículos de belleza, así como en los niños su interés por las armas, los coches o los videojuegos. Por el contrario, sí existe una correlación con las formas de organización social.
Las sociedades postindustriales tienen en común una organización sustentada por una firme separación entre espacio público y privado-doméstico, cada uno de los cuales se relaciona estrechamente con uno de los sexos oficiales: el espacio público, relacionado con los hombres, gobernado por la ciencia y caracterizado por la competitividad y el acceso al prestigio; y el privado, relacionado con las mujeres, gobernado por la emociones y orientado a satisfacer las necesidades básicas de quiénes ocupan el espacio público.
Por eso, los blancos comerciales de los juguetes (sobre todo padres y madres) no tienen dificultad en identificar los usos sociales en el marketing juguetero: para ellos, herramientas para curtir un carácter competitivo como armas o pelotas, o uniformes de trabajo; para ellas, uniformes de ocupaciones no realistas (princesas) o rituales de iniciación en la heteronormatividad con el objetivo de prepararlas para la satisfacción futura de las necesidades de los hombres (artículos de belleza).
De este modo se asienta la tendencia a actuar en el sentido que creen que el resto espera, o lo que denominamos efecto de autocumplimiento. A partir de los cuatro años, la elección de las niñas o de sus familias acerca del juguete y la forma de utilizarlo las mantiene más pasivas, sedentarias y circunscritas al ámbito del hogar: casas de muñecas, disfraces de princesas, realización de joyas, etc.
En el caso de los niños, se escogen actividades de exterior, tecnológicas o de construcción. Esta discriminación sexista genera modelos que proyectan ulteriormente graves implicaciones. Un ejemplo claro lo constituye la elección de carreras universitarias, donde sigue habiendo estudios elegidos mayoritariamente por mujeres y otros por hombres.
Las chicas prefieren ocupaciones en las que predominan los valores de sensibilidad, cuidado o altruismo como son carreras sociales, humanísticas o artísticas, que además se asocian con menos posibilidades en el mercado laboral y peor remuneración económica. Por su parte, los chicos se decantan por carreras técnicas o científicas, ocupaciones relacionadas con la producción.
Pero, más allá de los roles predeterminados, intervienen en la construcción de sentido que hacemos sobre nuestra persona. En este sentido, ya hay estudios que ponen de manifiesto que a los seis años las niñas ya se ven como menos brillantes y piensan que los hombres son más inteligentes.
Por tanto, la utilización de los juguetes como herramienta para la segmentación por sexo supone, además, el empobrecimiento de las experiencias vitales de la infancia, también a largo plazo. Los avances legislativos en materia de igualdad son indudables, pero no han contradicho hasta ahora la agenda liberal hegemónica desde los años 90.
Ello es aprovechado por el marketing juguetero para emplear los estereotipos en busca de rentabilidad económica, lo que se lleva a cabo condicionando la elección con la estética de sus diseños y la gama cromática, el empaquetado y las figuras que en él aparecen y su interacción, el uso del lenguaje o incluso la disposición en las tiendas. También diversificando colecciones en función del sexo, ratificando la división sexual de los juegos como una división natural, que además se ve afectada por la tasa rosa.
Finalmente, conviene resaltar que ni siquiera la transgresión de las normas de género se realiza en condiciones de igualdad: ver jugar a una niña con un camión no resulta tan sorprendente como ver a un niño con una Barbie. En otras palabras, la mujer puede adaptarse al estándar masculino porque este representa el modelo hegemónico.
Esto es el reflejo de una sociedad que sobrevalora la masculinidad hegemónica y castiga a quienes se adhieren a ella con roles tradicionalmente asociados a la feminidad, afirmándose desde esquemas de género que regulan el uso que se hace del juguete.
Por eso, defendemos la superación de la dualidad tradicional que clasifica a los juguetes como de “niñas” o de “niños”, y que limita el desarrollo integral de las capacidades, haciéndose necesaria la provisión de nuevos modelos de relación, el intercambio de tareas y roles y referentes diversos.
* Artículo elaborado por Andrea Gutiérrez García, profesora ayudante Doctor de la Universidad de La Rioja, y Ramón González-Piñal Pacheco, de la Universidad Internacional de Valencia, publicado en The Conversation, plataforma global de divulgación del conocimiento académico y científico.