Concentrada, algo solemne pero sin perder la sonrisa, Malena Higashi termina de ajustarse al cuerpo un finísimo kimono de seda, antes de dar el primer paso sobre el tatami. «Nada puede ser dejado al azar. Desde cómo moverse, las formas de sujetar cada elemento, hasta el tamaño de las maderitas que arden en el brasero, todo tiene un porqué», advierte sobre los mil y un secretos de la ceremonia del té, el antiquísimo chado. La acompañan Lucy, Gabriela y Vanesa, serviciales estudiantes porteñas de este arte mayor nipón. También la sensei Emiko Arimidzu, decana de la disciplina en estas pampas. Su abuela.
En japonés, chado quiere decir «el camino del té». Malena dio sus primeros pasos en este sendero cuando apenas sabía caminar. «De chiquita, mi abuela me llevaba a un espacio en Belgrano donde se tomaba el té. También me ponían el kimono. Aprendí más que nada jugando», recuerda la joven, y mira a la sabia Emiko, que se ríe y comenta: «Todavía sigue jugando». Un anfitrión que ofrece el té y un invitado que lo bebe. Para el observador despistado, puede parecer un lacónico elogio de la simpleza que se bebe de a sorbos. Pero este pequeño gran acto rebalsa de simbolismos, estéticas, filosofías. El chado, dice Malena, es la culminación de todas las artes japonesas, porque en la sala de té conviven aportes de la caligrafía, la poesía, el arreglo floral, la arquitectura, la cerámica. Cuatro principios rigen la práctica: la armonía entre las personas y la naturaleza, el respeto, la pureza y la tranquilidad de la mente: «La práctica de chado tiene que ver con encontrar la belleza de las personas y de los objetos, apreciar algún aspecto de la naturaleza y llevarlo a la sala de té. Pero también es una práctica que enseña acerca del orden y la limpieza, a lidiar con imprevistos sin perder la calma. Y hay otro aspecto muy importante que llamamos omotenashi, la hospitalidad japonesa», explica Malena y exhibe su chashaku, la cuchara tallada en bambú con la que sirve la infusión milagrosa.
Por su conexión con la naturaleza, el chado no puede separarse de las cuatro estaciones del año. En Japón, la primavera, el verano, el otoño y el crudo invierno están relacionados con la poesía. Los versos dictan las características de cada estación. Los cuidados movimientos de Malena sobre el tatami tienen la belleza de un haiku. Gestos diminutos, miradas profundas, frases cortas y por último, pero no menos importantes, infinitos silencios. Malena escribe el chado con su cuerpo. «Hay un concepto japonés de la belleza que viene del término wabi, que es la belleza de lo imperfecto. Murata Juko, un gran maestro de té, alguna vez dijo que la luna es bella cuando está ligeramente cubierta por una nube. La estética wabi no es la luna enorme y brillante en el cielo, es esa luna misteriosa que se insinúa, con un brillo opaco, tenue, detrás de las nubes.»
Te quiero, quiero té
Malena dice que su abuela-sensei tiene una economía zen del uso de la palabra: con muy poco dice mucho. No se equivoca. Para definir el chado, a la sabia señora de 86 años le bastan seis palabras: «Es una educación para la vida». El inicio de su aprendizaje se dio hace poco más de 35 años, cuando decidió dedicarse por completo a la ceremonia del té, primero como estudiante y luego como maestra. ¿Su primer recuerdo del chado? «Soy nacida en Argentina, pero me crié en Japón. Estuve diez años allá, durante la Segunda Guerra, no eran tiempos de paz. Vivíamos en el campo y no se hacía mucho chado. Me acuerdo que lo vi en películas. Es curiosa la vida: lo aprendí acá. Una versión medio gaucha», bromea la señora Arimidzu.
Antes de practicar el teísmo, Emiko trabajó codo a codo con su difunto marido en una fábrica de cerámicas. También se ganó el sustento como modista: «Pero al comenzar a estudiar, ya de grande, me di cuenta de que para aprender hay que dedicarse». Pudo completar su formación profesional en la Escuela Urasenke, en Kyoto, la casa de estudios más reconocida en la materia. «Me gradué con honores», guiña el ojo la sensei. Hace dos años, cuenta orgullosa, su nieta también tuvo la chance de formarse en esa institución.
Emiko comanda la sede argentina de Urasenke. Desde hace tres décadas, da clases tres veces por semana: «El chado no se aprende de un día para el otro. Hay que hacerlo todas las semanas, con disciplina, si no una se olvida. Con cada taza, aprendo algo nuevo».
Me tomo cinco minutos
El té del chado se llama matcha y es un té verde en polvo. Malena se toma todo el tiempo del mundo para servirle a su abuela una variedad de té espeso con galletitas. Desde un rincón, Lucy disfruta la escena como en trance. Es tercera generación de migrantes: «El chado resume toda nuestra cultura. En una taza de té entran desde el teatro noh hasta los jardines zen. Fíjese ese movimiento del chashaku, eso viene de la arquería». Lucy no se olvida de sumar al brebaje sus otras dos pasiones: el origami y los kimonos. Dice que el chado la ayudó a mejorar su postura, después de tres décadas encorvadas en el gremio de los plegadores seriales. La técnica para vestir kimono es un arte en sí mismo. Para Lucy es importante empilchar bien para la ceremonia: «Hay que combinar, todo debe estar plegado y ordenado, nunca hecho un bollo o fruncido. Todo importa»: No hace distinciones entre quienes pueden disfrutar del chado: «Una persona ansiosa o una retraída, todo el que lo hace encuentra calma. Se aprende mucho del silencio».
Vanesa bate que bate un té liviano en un tazón. Cuenta que es toda una profesional de la infusión. Se gana la vida como sommelier. Tiene su propia marca de una variedad en hebras: «Estos son tés muy distintos a los que conocemos en Occidente. El japonés es mucho más vegetal y se toma toda la planta. Es molido». Decidió indagar sobre el chado hace dos años y descubrió un mundo nuevo, muy alejado del saquito tradicional: «No es sólo tomar el té. La sensei dice que a través de una taza se puede transmitir paz. Por un rato, dejás lo cotidiano de lado, y te metés 100% en el aquí y ahora. Es un camino espiritual. Una meditación en movimiento». Vanesa convida una taza humeante, sencillamente ofrecida como un regalo, una caricia, una curación, una búsqueda. Un tesoro sin asas que se abraza con las dos manos. Riquísimo. «