¿Importa el tamaño? Para los socios del Círculo Ferromodelista Oeste, seguro que no. No obstante, su devoción por los trencitos a escala es proporcional a las moles de metal que surcan las vías del Sarmiento, a pocas cuadras del local que les da reparo en Flores. En la calle Condarco al 500, unos 20 caballeros de cuarenta y pico para arriba se dan cita religiosamente tres veces por semana para rendir culto al diminuto material rodante, uno de los pasatiempos más apasionantes y cotizados.
«El asunto del tamaño es una lucha eterna que tenemos con los terapeutas –explica Guillermo Molina, miembro histórico de la institución–. Nos dicen que queremos ser como Gulliver, por esto de pretender manejar el destino de todos esos trenes y personas que aparecen en la maqueta. De algún modo, somos los creadores de un mundo nuevo».
Guillermo detalla que la génesis de su fidelidad ferromodelista le viene de su primera infancia, cuando su papá le obsequió una locomotora a vapor, tres vagoncitos y unos pocos metros de rieles, forjados con precisión de relojería por la casa alemana Marklin, palabra mayor con 160 años de historia en el gremio. Aquella formación se mareó sin cesar más de diez años en el óvalo del living de los Molina. Cuando alcanzó la mayoría de edad, el muchacho pudo ampliar las fronteras para su convoy con recurrentes visitas a locales especializados del centro porteño. El intercambio de conocimientos con otros fieles y las compras en el extranjero llevaron los confines mucho más allá. «Esto tiene un difuso límite entre la triple frontera del juego, el hobby y el coleccionismo. Y además el club te hace conocer gente que está en la misma y surge la amistad». La hermandad de los rieles.
El club es un espacio democrático, donde no se discrimina al prójimo por la cantidad y calidad de las piezas que atesora o sus pergaminos en el rubro: «Venimos a entretenernos, a laburar en las maquetas, que están en evolución permanente, y sobre todo a ver correr los trenes», aclara Guillermo. La construcción es colectiva: se nutre de los módulos que aportan los socios y de su mano de obra de fina factura artesanal. Pintura, carpintería, herrería, electricidad y hasta la pesquisa histórica son disciplinas que hacen florecer los pequeños paisajes.
«Es como hacer una película. Aunque todo parece fijo, para mi cabeza está en movimiento. Mire ese puente y el río que corre, con el pescador esperando que pique algo. Sí, también somos paisajistas», revela Jorge Somaschini, técnico electrónico por profesión, maquetista por elección. Heredó de su papá el oficio de hacedor de micromundos: «Tuve suerte, mi viejo me armó una maqueta de dos metros, con túneles, montañas, una pinturita». Su exploración estética es hiperrealista. Y la tecnología le da una mano en su cruzada: «Todo ha avanzado muchísimo. Desde la locomotora con sonido hasta los ronquidos que se escuchan en el vagón dormitorio. Se pueden construir escenas: los pasajeros almorzando en el comedor o el cazador disparándole a un ciervo y el destello del arma justo cuando pasa el tren. Un grado de realismo absoluto. Es nuestra búsqueda: imitar el mundo que nos rodea».
Nostalgias
El club surgió a principios de los ’90, años oscuros en que los ferrocarriles comenzaron a recorrer el camino inverso al progreso que había marcado su historia en el país. La máxima menemista «ramal que para, ramal que cierra» fue el golpe de nocaut para los trenes nacionales. Quedaron en Pampa y la vía. «Los pueblos del interior que vivían a la vera del tren, las cosechas rumbo al puerto, todo eso dejaba de existir. Más allá del hobby, el club rinde homenaje a esas formaciones», asegura el tesorero Raúl Guzmán, con un tono crítico que remeda a otro gran ferrófilo, su tocayo Scalabrini Ortiz.
Esta tarde, Martín hace correr una locomotora Alstom, la primera diesel que tuvo la línea Roca. El lustroso bólido acarrea sin transpirar unos vagones ganaderos. «Los hice cuando tenía diez años, hace más de treinta. Cada varilla está cortada y pintada a mano. Les tengo mucho cariño, los vi nacer». El paciente modelista explica que a los pibes de ahora les cuesta engancharse: «Ponen un simulador y ya está». Aunque aprovecha la digitalización, la vieja escuela no arría la bandera analógica.
Enrique picó el boleto del modelismo en 1963. El hobby, dice, le permite disfrutar un viaje mental al escenario añorado. Fija la mirada nostálgica en los rieles y regresa a su patria de la infancia: «Hurlingham, tomando la merienda con mis viejos bajo unos eucaliptus, junto a las vías. Pasa el San Martín, con sus vagones de madera gastada. El humo, el silbato, tantos recuerdos… El tren era importante y ser ferroviario, un orgullo».
Próxima estación…
Frank Sinatra, Rod Stewart y, en estos pagos, Daniel Scioli, son las figuras públicas que, comentan los asociados, pudieron materializar maquetas faraónicas sin escatimar billetes. El ferromodelismo es un hobby caro, pero no elitista: «En estas épocas de dólar por las nubes se complica acceder al material importado, pero qué es caro y qué es barato en esta vida –se pregunta Molina–. Cuatro stents son caros. ¿Qué precio se le pone a lo que te hace feliz?». Para algunos socios, el límite implica comprar un departamento para acomodar las maquetas. Cuentan que un conocido del club salió del banco con un crédito para comprar un auto pero descarriló antes de llegar a la concesionaria. Se la patinó en trencitos.
Antes de que caiga la noche tropical sobre Flores, los muchachos brindan con una cervecita helada. En la maqueta, una locomotora bufa y anuncia su próxima partida. Un pequeño gigante cansado por los años de traqueteo. Todos a bordo. ¡Bienvenidos al tren! «