A Eugenia Zicavo, sinónimo de amor por los libros
El año pasado, volver a México después de la pandemia implicó una triste despedida. En ese viaje decidí desprenderme, por fin, de los cientos de libros que abandoné cuando me vine abruptamente a Argentina.
Era la biblioteca que había comenzado a armar en la adolescencia, ya que de niña no pude tener libros. A Buenos Aires sólo traje mi colección de Cortázar. Como siempre creí que mi vida aquí sería temporal, mudarlos desde México parecía lo menos práctico del mundo. Pero las décadas pasaron y me seguí quedando acá mientras mis libros transitaban un desafortunado periplo.
Al partir, estaban acomodados en el precario librero que había armado con tablas y ladrillos cuando me fui a vivir sola. Pero mi estancia en Buenos Aires se alargó y tuve que alquilar y vaciar mi departamento en México. Luego de deambular por varias casas, los libros terminaron guardados durante años en cajas de cartón, amontonados, desordenados, desaprovechados. Solos, sin cuidado alguno, sin ser leídos.
No tenía más opción que donarlos, así que en ese viaje me reencontré con ellos, los saqué de las cajas y los separé por géneros: literatura mexicana y extranjera (me sorprendí al recordar cómo y cuánto leí a Tomás Eloy Martínez, Auster, Saramago, García Márquez, Vargas Llosa, Poniatowska, Duras, Calvino y Lispector); ensayos e historia; cine (tenía joyas en francés, inglés, italiano, de Truffaut o Riefenstahl); periodismo (creo que mi Enviado especial de Hemingway ya era un incunable); arte (encontré destruido por la humedad un bello libro sobre Degas que había comprado en París) y gastronomía. También tenía una colección de revistas (La Jornada Semanal de los años 90, The Cahiers du Cinema, The Economist, la revista cultural de El País y El Gourmet).
Para entonces, terapia mediante, ya había aprendido a despojarme de objetos (y de muchos otros pesos inmateriales). Por eso creí que sería fácil deshacerme de mi biblioteca mexicana. Fue todo lo contrario. Sentí enojo, frustración. Resistencia. No quería dejarlos. Una caminata-meditación me permitió entender que esos libros representaban mi adolescencia y juventud. Me habían acompañado mientras crecía y me hicieron viajar mucho antes de tomar aviones. Les estaba muy agradecida porque me salvaron la vida, literalmente. No sé qué hubiera sido de mí sin el reconfortante universo paralelo de la lectura en el que siempre me refugié.
No los podía traer a Buenos Aires, pero tampoco debían seguir empolvados, abandonados. Merecían que alguien más los disfrutara. Dejé que las lágrimas salieran un rato y, entonces sí, me despedí.
De ese momento ya pasó año y medio. Y lo recuerdo justo después de ordenar mi nueva biblioteca en mi nueva casa. Hoy, aquí, me acompañan los libros acumulados en esta otra vida que me esperaba en Buenos Aires.
El lugar de honor, por supuesto, lo sigue teniendo Julio.
Por acá andan una Rayuela edición crítica leída y releída en todas sus variantes y otra traducida al francés; la primera edición de Fantomas contra los vampiros multinacionales publicada en México en 1975; una original y poco conocida «Casa tomada» en traducción al diseño gráfico; sus cuentos y cartas completas. En el podio de mis favoritos ya sumé a Pamuk. Su Museo de la inocencia me animó a ir a Estambul. Quedé prendada para siempre. En la sección de autores de «otras lenguas» acompañan Atwood, Yourcenar, Márai, Couto.
En el estante de literatura latinoamericana abundan nombres argentinos, contemporáneos y, en muchos casos, amigos: Schweblin, la Enriquez, Cabezón Cámara, Selva Almada, Venturini; además de Luiselli, varios Bolaño y todos los García Robayo. En el de la no ficción (soy fan) los clásicos Didion, Svetlana, Kapuscinski, Paco Taibo, Walsh, Capote, Carrére y Talese conviven con la abundante camada de cronistas latinoamericanos de las últimas dos décadas. El valor extra lo aportan nombres queridos como la Turati, Carolina Reymúndez, Ana Prieto o Maru Ludueña.
La sección de libros sobre narcotráfico creció indeseable e inevitablemente. Ojalá esas historias no hubieran ocurrido, pero que bueno que alguien se animó a escribirlas. La de feminismos sigue en construcción, como nosotras. En la de gastronomía junté a Bourdain con Narda y Doña Petrona. Con la invaluable ayuda de Juana, una pequeña gran lectora, acomodé biografías de artistas, escritores y políticos; libros de historia, derechos humanos, ensayos. Hasta algunos títulos de tango y un imprescindible Toda Mafalda.
Están, además, «mis» libros. Los que escribí, en los que participé o los que prologué.
Un cuaderno rojo, que lleva el autorretrato «Las dos Fridas» como portada, y en el que mi mamá escribió a mano sus recetas que luego convertimos en libro, es el mayor tesoro de una segunda biblioteca que también es la definitiva.
A esta, ya no pienso decirle adiós. «