A pocos días de haberse mudado, la familia Ríos sintió el engaño en carne propia. Javier y su esposa Melany comparten su angustia en la cocina del departamento que habitan a duras penas hace tan solo dos meses en el Edificio 18, del sector conocido como YPF, en el Barrio Padre Carlos Mugica (ex Villa 31). Tiran la bronca por el polvillo que cae del cielorraso, por los desagües que se inundan, por las filtraciones, por la guía del placar que se vino abajo y de milagro no les partió la cabeza. También por la pérdida de los flacos ahorros a los que tuvieron que echar mano para poner en condiciones la casa a estrenar por la que tanto lucharon.
Javier trabaja en la construcción. Es albañil desde muy pibe. Hace unas semanas, en tiempo récord, se dio maña para meterle enduido de yeso al techo completo. Así evitó que su hijo Jael siguiera respirando el polvillo que le provocaba alergia permanente. “Cuando paso caminando frente a la canchita adonde estaba nuestra vieja casa, me da mucha tristeza –dice Melany, mira a Jael que hoy duerme en paz la siesta, luego recuerda–, es que la habíamos levantado con nuestro trabajo, con mucho esfuerzo. Ahora estamos acá y no se puede volver el tiempo atrás. En campaña los funcionarios de Ciudad nos prometían el cielo. Cuando nos vinimos, nos dimos cuenta de que eran solo espejitos de colores. Por eso la bronca”.
Al igual que los Ríos, muchas de las 892 familias que se mudaron desde el Bajo Autopista cargando sus sueños eternos de una vivienda digna y un futuro mejor vieron cómo esas quimeras se convirtieron en una pesadilla cotidiana repleta de problemas. Sus denuncias sobre las condiciones habitacionales de los flamantes inmuebles del sector YPF fueron relevadas en un reciente informe de la Defensoría del Pueblo porteña (ver aparte). El escrito habla de la deficiencia en la prestación de servicios públicos, de infraestructura inadecuada, de la falta de condiciones de seguridad, de la frágil sostenibilidad del proceso y adjudicación de viviendas y locales comerciales, entre muchas otras calamidades.
Según reza un informe de la Secretaría de Integración Social y Urbana (SISU), son 1044 las viviendas que se construyeron en YPF. Veinticuatro edificios, distribuidos en cuatro manzanas, que cobijan dos núcleos cada uno. Forjados en chapa, aislante, paredes de frágil Durlock y material de descarte. La postal siempre colorida y aún pintoresca desde las alturas de la autopista oculta las condiciones precarias de sus entrañas. Pegado al complejo está el Ministerio de Educación porteño, erigido en el Polo Educativo María Elena Walsh. El vidrioso edificio de aires minimalistas le da la espalda al barrio popular. El Estado también.
“Los vecinos decimos que son como los nuevos conventillos. Larreta saca los de La Boca y abre estos acá. Es lo de siempre, un solución habitacional trucha”, explica Silvana Olivera, referente de la Mesa de Urbanización Participativa que llevan adelante los vecinos del Mugica para monitorear el demorado proceso de urbanización. Entre las moles, Olivera enumera: “Los tornillos de las chapas se sacan con la mano, los caños van por fuera del edificio, explotaron las cocinas, no hay rampas. El gobierno viola las normativas de edificación de la propia ciudad que maneja. Esto no está pensado para incluirnos, nos siguen discriminando”.
Vulnerables
Hace más de dos décadas, doña Delia Condorpocco dejó atrás la Villa Imperial del Cusco y encontró un nuevo hogar en la Villa 31. Esta migrante peruana se ganó el mango como empleada doméstica y ayudante de cocina. Compró ladrillo por ladrillo y pudo construir una vivienda en el Bajo Autopista. En la casa 14 de la manzana 35 crió a sus tres hijos: Cristian, Nicole y Denis. También abrió un bar-almacén, El Escondite, donde vendía manjares de la gastronomía andina: sopa de maní, plato paceño, ceviche. En el espacio también funcionaba el merendero Los Chinitos. Apurada, con el Covid al acecho, Delia y sus guaguas se mudaron al YPF hace cinco meses: “Un dos ambientes para cuatro. Nunca me reconocieron el local. Estoy haciendo changas por hora y trabajando en un restaurante. Dígame cómo voy a hacer para pagarlo. Porque no es un regalo. Hay una hipoteca de 30 años atrás”, resalta. Doña Condorpocco extraña su comedor, ayudar a los vecinos, trabajar en su localcito. En plena pandemia, se siente aislada una vez más. Concluye: “Nos discriminan por ser pobres”.
La Escuelita es un espacio cultural y educativo con más de 30 años de historia en la villa. Desde que fue mudado al YPF, nunca más volvió a la vieja normalidad de clases de apoyo y actividades recreativas para los pibes del barrio. De las paredes de la cocina brota agua. “La bomba que alimenta el edificio está pinchada. Filtra, y se inunda si no escurrimos y pasamos el trapo cada dos horas. Las conexiones eléctricas son un peligro. Decime cómo van a poder venir los chicos acá”, pregunta Johana Ruiz, motor de las clases de apoyo, al tiempo que le da sin respiro al secador. De las autoridades, agrega, aún no tienen respuestas: “Dicen que van a venir a arreglar, que faltan los materiales. Así pasan las semanas y nosotros seguimos escurriendo. A muchos vecinos les pasa lo mismo. Pensábamos que íbamos a tener una vivienda digna, pero seguimos siendo vulnerables”.
Como en Irak
Parece el paisaje dejado atrás por un bombardeo. Escombros, montañas de basura, criadero de ratas y mosquitos, inseguridad, más escombros. Así luce el Bajo Autopista esta tarde de marzo que ya casi es noche. Más de cien familias todavía esperan una solución habitacional.
Olenka Moya Figueroa y sus cuatro hijos resisten en la manzana 35. De sus vecinos, cuenta, solo quedó el bicicletero. Por la burocracia, por un problema en un censo, esta cocinera no pudo acceder aún a la vivienda que necesita. “Esta es mi casa, no creció como un arbolito. Los funcionarios se manejan de manera material, no hacen trabajo social. Ellos quieren deshacerse de nosotros, puras promesas. Gente que necesita somos”, dice Olenka frente a su casa, la número 18.
Ramona Domínguez es peluquera. Lo sugieren la tijerita que cuelga de una cadenita en su cuello y su luminoso rubio bien planchado. Lucha por una vivienda digna hace años. Vive en la casa 23. Donde también funciona Rodri, su ordenado y aun colorido salón de belleza. “Esto de noche es una boca de lobos y no pasa la policía. Por los escombros, parece Irak. Es la pelea de todos los días hasta conseguir lo que es justo, una casa y mi local, que es lo que alimenta a mi familia”, explica Ramona, madre soltera de dos varones, Thiago y Rodrigo. Cuando derribaron la casa de los vecinos de arriba, se le agrietó el techo. Ahora que van a tirar la de atrás, teme que se venga abajo una pared. “Ya no les creo a los funcionarios. Juegan al desgaste. Estamos defraudados. Los que se mudan, a las semanas se dan cuenta de que las casas tienen problemas estructurales. ¿Cómo van a durar 30 años?”. Ramona dice que no le queda otra que seguir luchando. Resistiendo en su casa. La única que queda en pie en la manzana 36. Bajo la oscura sombra de hormigón de la autopista Illia. «
Un informe demoledor
El informe fue presentado hace pocas semanas por la Defensoría del Pueblo porteña. Da cuenta de las condiciones de habitabilidad, seguridad e infraestructura de las viviendas del sector YPF del Barrio Padre Mugica. Indaga en la tipología de las viviendas, las condiciones habitacionales deficitarias, las situaciones de riesgo existentes, la calidad en la prestación de los servicios públicos y la situación socioeconómica de los hogares.
En la observación técnica se detectaron irregularidades y deficiencias en los espacios de uso común. Filtraciones de agua de origen pluvial en los cerramientos perimetrales. Además de herrajes y elementos accesorios metálicos en avanzado proceso de corrosión. Hay deficiencias en las instalaciones térmicas para la provisión de agua caliente y falta de canaletas para el escurrimiento de las aguas pluviales. También deficiencias en las escaleras, roturas en escalones y barandas. Se detectaron losas de circulación vertical que presentan fisuras o grietas. La totalidad de las viviendas del complejo habitacional no cuenta con suministro de gas, por lo que el único medio para la calefacción, climatización, higiene y cocción de alimentos es la energía eléctrica. Pero los edificios de ese sector no cuentan todavía con dispositivos de medición eléctrica.
Finalmente, el informe de la Defensoría afirma que es notoria la escasez de espacios comunitarios para el esparcimiento y la recreación.