Cuando los indicadores económicos se desagregan por género, las desventajas de mujeres y disidencias en el mercado de trabajo son evidentes. Los estereotipos de género, que asocian lo femenino con el cuidado, producen una segunda jornada laboral para quienes se ocupan de tareas domésticas.


Hasta no hace mucho se creía que la violencia de género se trataba de situaciones particulares y privadas que tenían lugar en el interior de los hogares como resultado de alguna relación conflictiva. Hoy sabemos que es sólo una parte y producto de una estructura social desigual, conclusión que puede resumirse en la frase «lo personal es político». Desde hace décadas, la economía feminista señala que el análisis económico tampoco se termina en la puerta de las casas. Que así como la idea de masculinidad ligada a la fuerza y la falta de emociones genera varones agresivos, nuestra noción de producción y consumo reducidas únicamente a lo que sucede en «los mercados», genera invisibilización y subestimación de los aportes económicos que realizan mujeres y disidencias. ¿Pero cómo se relacionan los estereotipos de género con lo que ocurre en el mercado de trabajo, las tareas del hogar, nuestros ingresos y la violencia de género?

Para determinar cuáles son los efectos de estas ideas sobre lo que varones y mujeres deben ser podemos empezar por mirar nuestras estadísticas oficiales sobre el mercado de trabajo. El Indec señala que seis de cada diez varones adultos trabaja, mientras que sólo lo hacen cuatro de cada diez mujeres. Además la desocupación es un fenómeno que afecta mayormente a las personas jóvenes y en especial si son mujeres: su tasa de desocupación (23,1%) es cuatro veces mayor que la de los varones adultos (5,6 por ciento).

Al mismo tiempo, entre quienes tienen un trabajo asalariado encontramos que más del 30% lo hace en condiciones informales, número que llega al 38% cuando se trata de asalariadas mujeres.

Lamentablemente, sólo podemos referirnos a mujeres y varones, ya que el Estado no ha publicado información actualizada sobre la población trans-travesti, a pesar de las continuas denuncias de dicho colectivo acerca de la vulneración de derechos y precarización de la calidad de vida que enfrentan.< De techos y estereotipos

Los denominados «estereotipos de género» también aparecen como expresión de la desigualdad. Sólo tres de cada diez jefes o directores son mujeres, y bajo la metáfora del «techo de cristal» se ilustran estas barreras cada vez más visibles que alejan a las mujeres de los cargos de mayor jerarquía. A su vez, mientras que el rol de los varones aparece asociado a lo público y a ser «proveedor» de la familia, el de las mujeres aparece relegado a lo privado y a las tareas domésticas. Aunque desde hace décadas las mujeres han ingresado masivamente al mercado de trabajo, allí también lo hacen bajo estos mandatos: las ramas relacionadas al cuidado y la reproducción, como Servicio doméstico, Salud o Educación, se encuentran feminizadas.

De hecho, una de cada seis ocupadas trabaja en el servicio doméstico, la rama con mayor tasa de informalidad laboral y los salarios más bajos de toda la economía. Aunque características típicamente asociadas a lo masculino, como la fuerza o la falta de aversión al peligro, ya no son un requisito para muchos trabajos que se han automatizado, parecería que sigue habiendo «trabajos de varones» y «trabajos de mujeres».

Esta diferenciación no remite únicamente a aspectos simbólicos o culturales, sino que son bien materiales y se reflejan en nuestros bolsillos. Si comparamos los ingresos que provienen del mercado de trabajo, las mujeres ganan un 27% menos que los varones. Además, la brecha se amplifica al 36% cuando miramos a aquella porción que posee condiciones informales de empleo.

Usualmente nos encontramos con argumentos que de alguna manera intentan justificar estas diferencias. Una afirmación muy común consiste en pensar que como las mujeres participamos menos en el mercado de trabajo y que, cuando lo hacemos, trabajamos menos horas, entonces tiene sentido que tengamos menores ingresos. Pero si bien las brechas se reducen significativamente cuando comparamos los ingresos por hora, lo que debemos hacer es preguntarnos qué pasa con el resto del tiempo de las mujeres.

No se escapa mucho de la intuición este rastreo: el 75% del trabajo no remunerado en nuestro país lo hacen las mujeres. Durante las horas que no dedican al mercado, las mujeres están en las casas haciendo tareas domésticas, en el transporte público llevando a les niñes a la escuela, en casa de un adulto mayor de la familia que requiere de cuidados, entre tantos otros espacios. Estos trabajos constituyen una precondición para que exista aquella otra jornada laboral que sí es remunerada.

Finalmente, si pensamos en la repartición del total de ingresos, encontramos que los estratos de menores ingresos se encuentran feminizados, y aquellos de mayores ingresos se encuentran masculinizados. Sin embargo, esto no se ve reflejado en indicadores que tienen en cuenta los ingresos agregados por hogar, como por ejemplo el cálculo oficial de la pobreza.

De esta manera se invisibiliza un factor clave de la desigualdad que es la de la falta de autonomía económica de las mujeres y que repercute en otros tipos de violencia: aquellas que son violentadas puertas adentro del hogar, muchas veces temen o se ven imposibilitadas de realizar una denuncia por no contar con los recursos económicos para independizarse.

De esta manera, partiendo de preguntas que se entienden inmediatamente como «económicas», arribamos a respuestas y nuevas preguntas que exceden este enfoque y que remiten también a rasgos políticos, culturales, sociales, psicológicos, legales. Mientras que tener un diagnóstico claro sobre la situación respecto de la desigualdad de género es clave para poder discutir y encontrar caminos para su solución, la economía feminista nos brinda aportes muy importantes que deberán ser complementados y entrelazados con una perspectiva de género en todas las disciplinas del conocimiento, porque al fin y al cabo la realidad es mucho más compleja que los recortes que construimos a la hora de reconocerla. «