Una vez al año las comunidades andinas se reúnen en los cementerios para reencontrarse con los ancestros, nutrir las raíces y reafirmar la identidad en la confluencia. Desde temprano las familias se dan cita y se encargan de la preparación del territorio, se hacen tareas de limpieza, se pintan de colores vivos las construcciones de piedras y se adorna con los elementos favoritos de los agasajados. Se ocupa el espacio, se lo habita con toda naturalidad, se lo llena de vida. Se despliegan mantas coloridas sobre las tumbas y el suelo de tierra, y se disponen encima las fotos de los difuntos con ofrendas de flores, ornamentos, figuras de masa y platos con manjares para el banquete que se compartirá. Se prenden velas, se hacen sahumados de hierbas. Los chicos juegan todos juntos, corren y se mezclan entre las lápidas y la gente. Las mujeres y los hombres conversan, hacen música, cantan y ríen. Se abren portales que separan a los vivos de los muertos. Se trazan caminos que unen, se levantan los puentes para el reencuentro. Se convoca el retorno de las almas de los difuntos. Se invoca un estado de mutua protección, los muertos cuidan de los vivos, los vivos cuidan a los muertos.
La celebración dura todo el día y la noche. Lejos de lo tenebroso, lo macabro, lo maléfico o lo morboso, la celebración a los muertos es fundamental a la vida. Nos recuerda de dónde venimos y a dónde vamos. Nos dice que aunque somos pasajeros, nadie es efímero.
Antiguamente, en algunos sitios desenterraban los cuerpos de los muertos para llevarlos de vuelta a sus casas, vestirlos con sus mejores ropas y compartir con ellos la cena. Al terminar la noche los volvían a enterrar, hasta el año siguiente.
Muchas veces quise abrazar a mis muertos. Cobijarlos. Salvarlos de la soledad.
De niña despertaba a la mitad de la noche sofocada de tanto buscar algo imposible encontrar.
No sabía que no había un lugar. No conocía esta historia.
Nuestro pueblo no tiene donde visitar a sus desaparecidos. Treinta mil asesinados sin féretro, sin lápida, sin tumba, sin cementerio. Treinta mil incógnitas, preguntas sin respuestas, desencuentros. Treinta mil muertos que no sabemos dónde están. Tenemos un cuerpo social colectivo, cercenado, con treinta mil miembros amputados, herido y en duelo permanente. La muerte inconclusa queda abierta como un signo de interrogación.
Los 24 de Marzo se han vuelto nuestros días de muertos y muertas desaparecidos. En una construcción comunitaria, política y cultural, nos apropiamos de la fecha para quitarle su sentido siniestro. Hicimos de la memoria una celebración de las luchas y las vidas de nuestras compañeras y compañeros.
Los celebramos mientras también vivimos, luchamos y construimos justicia, desde los escraches, a los tribunales y las condenas. No necesitamos calabazas ni calaveras adornadas, pero a nuestro modo abrimos un espacio que nos conecta con nuestros muertos privados de la muerte. Llevamos a nuestros desaparecidos y desaparecidas a la calle, hacemos circular la memoria, bordamos sus nombres, mostramos las fotos con sus caras para que todos los vean y sepan, que aunque no sepamos donde están sus cuerpos, 30.000 almas nos acompañan, existen en el presente, están y nuestras huellas trazan juntas el camino.
En los próximos días volveremos a las calles y plazas tras el distanciamiento social que impuso la pandemia, sabiendo que habrá muchos y muchas compañeras que nos faltarán y no va a ser igual. Marcharemos con los vivos al encuentro de todos nuestros desaparecidos, asesinados y muertos. Almas nuevas y viejas serán convocadas. Tendremos nuestros rituales y liturgias. Pasaremos el día entero desplegando pañuelos blancos, banderas, flores y lienzos coloridos, pancartas con fotos y nombres de los desaparecidos. Nos iremos descubriendo entre el humo de los choripanes levantando a nuestros muertos. Bailaremos mientras podamos, rodaremos luego. Lloraremos si queremos y muchas personas nos sostendrán con amor hasta aliviarnos. Nos daremos fuerza en besos y abrazos. Cantaremos nuestras canciones olé olé olé olá. Volveremos a reír sin solemnidad. Seremos felices de volver a estar juntos. Invocaremos a nuestros difuntos hasta saberlos presentes, con la certeza de que están en nosotros y en nuestras luchas, ahora y siempre.
Necesito volver a marchar, como necesito volver al mar. Zambullirme de cabeza bajo las banderas como si fueran olas. Meterme a contracorriente, brazada a brazada, cada vez más profundo en la masa humana. Dejar que la multitud me atraviese, entregarme a la marea que me incorpora, disolverme en ella y dejarme arrullar por ese cuerpo enorme que somos en multitud. Sé que ahí, nos vamos a encontrar. «