En la mañana de este jueves, la sensación térmica habrá llegado a un grado. Estaba en cuatro o cinco cuando Matías y Daiana llegaron a la cancha de River, en la tarde del miércoles. El tiene 30 años; ella 22 y una panza de cinco meses. Llevan, calculan, doce años viviendo en situación de calle. Duermen en la entrada de un banco en Lavalle y Florida, todas las noches, hasta que a eso de las 6 los sacan. Pero el frío, dicen, los está matando.
El frío y la indigencia combinados ya causaron cinco muertes en once días. El que hace el cálculo ahora, a partir de las noticias periodísticas, es Juan Carr, titular de la Red Solidaria. Los enumera: uno murió en el patio de un hospital; otro buscando refugio en el baño de un estación de servicio; el último tuvo un nombre: Sergio Zacaríaz, 52 años, muerto de frío en Perú entre Venezuela y Belgrano, a cinco cuadras de la Casa Rosada, a la vista de millones de personas. “Algo falló”, repite Carr. Alguien, muchos, “millones” no le dieron abrigo ni calor ni ayuda. El gobierno porteño explicó que Zacaríaz se había negado “belicosamente” a ir un parador.
Por iniciativa de Carr, el club River Plate abrió generosamente las puertas del estadio Monumental para recibir abrigos y frazadas de quien quisiera donarlos, y recibir también a personas en situación de calle que encuentren, por una vez en esta noche helada, un refugio que los saque de la intemperie. Después de la cena, la idea de Carr era que personal del club los llevara a conocer el campo de juego, y que amanecieran allí, con un café caliente.
Muchos kilos de ropa abrigada y frazadas ya habían comenzado a llegar a River cuando caía el sol. Y muchas personas en busca de un techo. En un momento, eran más los cronistas y camarógrafos. Pero al poco rato los indigentes ya superaban en número a periodistas y voluntarios: muchos hombres solos, unas cuantas mujeres, algunas familias. Es que los módicos censos de personas en situación de calle que realiza el gobierno de la Ciudad hablan de poco más de mil, una cifra que los relevamientos que hacen las organizaciones civiles que asisten a esas personas multiplican holgadamente. Carr va de un lado al otro atendiendo a los medios pero sobre todo a las personas, celebrando la solidaridad de quienes se acercan a donar. Y sin embargo, aquí no ha habido una inundación, y el frío no se irá tan pronto, el invierno recién comienza. Lo que hay es una catástrofe que se propaga por las calles de Buenos Aires y del país.
“Hay más gente en la calle. Gente que no podés creer, que se nota que se cayeron recién del mapa. Muchos viejitos, que ya no pudieron pagar el alquiler, que no les alcanza para la comida”, dice Jesús, que tiene 45 años y lleva 15 en la calle, y por eso sabe quién está ahí desde hace rato y quién es nuevo. “Se nota”. Jesús va enrollado en dos mantas y lleva un oso de peluche abrazado. De los paradores dice los que dicen todos: que los maltratan, que les roban lo poco que tienen. Trabajaba en una zapatería en Lomas del Mirador, después se separó de la madre de su hijo y se quedó sin nada. Pide una oportunidad, “alguien que venga y se pregunte: a ver qué sabe hacer este negro, y que me evalúe, a ver si sirvo. Yo quiero salir de la calle”. Es habitué del comedor que Red Solidaria monta frente a la Catedral, en Plaza de Mayo, “que antes tenía un container y unas carpas, pero este gobierno se los sacó: comemos a la intemperie, está bueno tener un plato de comida caliente, pero te morís de frío”.
Sergio Ariel tiene 42 años, una campera con la cara de Pedro Picapiedras y tres hijos a los que no ve desde que separó de su mujer. Lleva cinco años en la calle y también conoce el paño: “Ves gente ahora que no se puede creer, con la ropa bien, que se nota que les da vergüenza salir a pedir”. Duerme en Cabildo y Juramento, así que River le quedaba cerca. “Es duro vivir en la calle, no tener un trabajo digno. Pero yo elegí no salir a robar, prefiero cuidar autos, limpiar vidrios”. Antes era albañil. Ahora no sabe. Y busca las palabras para explicar cuánto padece el frío, después de las dos operaciones de úlcera que tuvo en el Pirovano.
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Matías toca la panza de Daiana, pero enseguida sigue fumando, nervioso. En un rato van a servir la comida. Se conocen desde que él trató de robarle, en Plaza San Martín. Él tenía 18 y se había fugado de un instituto. Ella, 14, y se había ido de su casa en Don Torcuato “por violencia de género y por abuso”, recita, “y porque ninguno de la familia nadie me creía”. Tienen una nena de siete años, que cuidan los tíos de ella. Los dos estuvieron privados de su libertad. “Y nos enteramos de esto porque esta mañana vino una señora que nos conoce, nos trajo dos sandwiches y 60 pesos para la SUBE, para que viniéramos”, cuenta Matías, y fuma, “por la abstinencia, porque quiero dejar el alcohol, las drogas, pero es tan jodido. La calle es jodida. Estamos juntos. No queremos que la nena pase por esto. Pero nos la pasamos peleando, yo la peleo, ella me pelea, ¿y qué otra cosa podemos hacer en la calle, sin trabajo, sin nada que hacer, cagados de frío?”