-Argentina, con esto de “los derechos”, por ejemplo, a tener educación…

-¿No es un derecho?

-No, porque alguien lo tiene que pagar.

-Pero en la sociedad (…) hay unos que nacen con ventajas, otros con desventajas (…) Y hay que ayudar a establecer esos niveles de igualdad, ¿o no?

-Me parece una aberración (…) ¿Vos estás yendo al tema de igualdad de oportunidades? ¡Una aberración!

Así despotricaba Milei, hace algún tiempo, en la televisión chilena. Para el presidente, darle el rango de “derecho” a un servicio tan básico como lo es la educación y pensar que contribuye a garantizarles a todos iguales oportunidades en el punto de partida es “aberrante” porque “alguien lo tiene que pagar” y, en su visión, eso supone quitarles recursos a unos para dárselos a otros, un robo. No se lo merecen, diría el mayordomo del famoso jugo de naranja en polvo.

Por contraste con esto, entonces, pareciera que defender el principio de la igualdad de oportunidades tiene que ser igualitarista, de izquierda, favorable a la justicia social, “progre”. De hecho, en su libro clásico sobre Izquierda y derecha, Norberto Bobbio, uno de los politólogos más importantes del siglo XX, declaraba explícitamente que lo que distingue a una de otra es que la izquierda es más igualitarista y la derecha lo es menos; que la derecha no tiende a ver como deseable la eliminación de las desigualdades.

Uno podría pensar, entonces, a partir del discurso de Milei y de análisis como los de Bobbio, que la derecha nunca va a hablar de la igualdad como un un valor. Pero, si recurrimos a la evidencia que nos dan las ciencias sociales de las últimas décadas, el panorama que se nos presenta es bastante diferente.

De hecho, el discurso sobre la “igualdad de oportunidades en el punto de partida” aparece una y otra vez como recurso argumental que usa muy a menudo la derecha para justificar la desigualdad “en los resultados”. Como ejemplificaba hace un tiempo el crack de las finanzas “Toto” Caputo, los millonarios declaran haberse “hecho de abajo”. A ellos, aparentemente, nadie les regaló nada. Tienen lo que tienen porque se lo merecen, porque se esforzaron lo suficiente.

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Esto significa que la reivindicación de la desigualdad social no se fundamenta, como lo hacía en su intervención televisiva Milei, en la defensa del carácter justo de que algunas personas ya salgan del punto de partida con más recursos porque casualmente tuvieron la suerte de nacer herederas. Lo que típicamente argumenta la derecha para defender la desigualdad económica contra quienes exigen la ampliación de derechos es exactamente al revés: dicen que quienes pertenecen a sectores acomodados no partieron de una posición más ventajosa, sino que la lograron por medio de su esfuerzo personal a través de los mecanismos de mercado. Y por eso el discurso más usual para justificar las inequidades es el de “a mí nadie me regaló nada”.

Magdalena López, investigadora del CONICET, doctora en ciencias sociales y especialista en élites económicas y políticas, explica que “las élites económicas siempre disminuyen o directamente invisibilizan el factor estructural hereditario de su riqueza. El Estado tiene políticas de protección, o tienden en muchos gobiernos a tenerlas, y estos grupos en general también tienden a disminuir la relevancia que tienen esas políticas».

«Entonces es: yo me hice solo o mi familia se hizo sola, porque en América Latina sobre todo tenemos una patrimonialización de la familia –continúa–. Es un gran esfuerzo del cual yo soy el continuador: de ese legado familiar, de trabajo, de ingenio, de creatividad, de lucha, de esfuerzo, de inversión. Y lo hicimos a pesar de todo, y el ‘a pesar de todo’ incluye a pesar de los impuestos, a pesar del Estado, a pesar de lo poco que hacen por nosotros, a pesar de todo lo que se nos pide”.

En este punto, hasta podría parecernos coherente su posición: ya sea por cinismo o autoengaño, esta gente realmente sostiene que partió del mismo lugar y simplemente se esforzó mucho más que, digamos, la jefa de hogar que tiene tres trabajos y apenas llega a cubrir la canasta básica o el jefe de hogar al que sus patrones nunca le hicieron los aportes correspondientes y llegó a los 65 años sin poder acceder a una jubilación.

Mauricio claramente se esforzó un montón entregando correspondencia de una puerta a otra sin defraudar al Estado y la familia de Elon se esforzó muchísimo explotando trabajadores de minas de esmeraldas en África. Con el discurso de que a ellos nadie les regaló nada “se desestructuran las dos patas que en general hacen la reproducción de la riqueza: la pata hereditaria y la pata de la protección del Estado”, agrega López.

Lo preocupante es que este mismo discurso no lo sostienen solamente los ricachones sino que reaparece, una y otra vez, a medida que bajamos en estratos sociales: lo encontramos en multimillonarios, pero también entre propietarios de pequeñas empresas o profesionales acomodados, e incluso entre trabajadores, personas mucho menos privilegiadas en la distribución del ingreso, que terminan interiorizando el discurso del “merecimiento” aun cuando todos los billionaires de menos de 30 años son ricos simplemente por los mecanismos de la herencia.

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De los muchos ejemplos posibles, partamos de una investigación sobre un evento cercano a nosotros en tiempo y espacio: Chile durante el estallido social de 2019 que desembocó en la Asamblea Constituyente. Según un estudio hecho en nuestro vecino transcordillerano, una de las razones que esgrimían los profesionales y pequeños empresarios que participaron del contramovimiento que salió a manifestarse en oposición al estallido era que todos los “cambios estructurales o institucionales que bus[caban] dar acceso a mayores beneficios o derechos a las personas” en realidad lo que estaban haciendo era romper un “orden” basado en trayectorias en las que cada quien ya había probado qué es lo que “merece”.

Es decir, desde el punto de vista de estos diseñadores, abogadas, psicólogos, arquitectas, emprendedoras, no había que darle a cada quien lo que se merecía porque cada quien ya tenía lo que se merecía: el mercado se había encargado de distribuir los bienes materiales y simbólicos de manera justa de acuerdo al esfuerzo que cada persona había hecho en su vida.

Más en general, el discurso de los manifestantes de la derecha chilena parece inscribirse en el tipo de argumento en defensa de la desigualdad social como un justo resultado de la igualdad de oportunidades inicial que fue resaltado previamente como característico de los “think tanks” reaccionarios en Latinoamérica en su conjunto, y rastreado luego en el “contragolpe” contra los movimientos progresistas en Brasil y otros países de nuestra región.

Estos estudios empíricos, a su vez, se apoyan en la crítica que, en su momento, realizaron dos politólogos canadienses a la caracterización clásica de la izquierda y la derecha: de nuevo, la línea de demarcación entre ambos polos no pasaría por aceptar o rechazar un principio abstracto de igualdad sino por cuestionar o afirmar que la igualdad de oportunidades, “en la línea de partida”, ya se realiza de hecho en nuestras sociedades. Como si la circunstancia de, por ejemplo, poder acceder a la educación pública fuera inmediatamente un factor igualador. Como cantaba Bad Religion hace 30 años, “Ahora todos son iguales: simplemente no lo midas”.

Ahora, el verdadero plot twist es que cuando se le preguntó a la población de diferentes países si consideraban justificados o no los niveles de desigualdad, el resultado, más bien inquietante, es que los países donde hay menos descontento por la desigualdad (como es el caso de Estados Unidos) no son aquellos en los que hay menos desigualdad, en que hay menos disparidad de ingresos entre la minoría acomodada y los sectores más pobres de la población.

El menor descontento por la desigualdad se da, más bien, en aquellos en los que la población cree que la desigualdad está justificada. A fines del siglo XX, solo un 60% de la población de Estados Unidos creía que en su país existían desigualdades injustas, en contraste con percepciones de entre el 80% y el 90% en países como Francia, República Checa o Eslovaquia, que, irónicamente, son países de hecho menos desiguales.

Lo que es predecible pero triste es que la variable clave con la cual se correlaciona esta creencia en el carácter justificado de la desigualdad es, justamente, la creencia en el mérito; es decir, la creencia de que cada quien tiene en la escala social la posición que “merece” a partir de sus esfuerzos. En nuestro país, como se ha relevado más de una vez, los propios trabajadores han interiorizado a tal punto el discurso de la meritocracia que la reivindicación de sus propios esfuerzos y del “a mí nadie me regaló nada” apunta, no contra la “casta” de herederos multimillonarios, sino contra los “planeros” que “viven de arriba”.

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El debate político en nuestro país está tan corrido a la derecha que, como lo ejemplifican las declaraciones de Milei, la discusión sobre la igualdad se centra en si algo tan mínimo como el derecho a la educación debería siquiera estar garantizado. La pregunta sobre si condiciones tan elementales son realmente una garantía de igualdad de oportunidades no llega, en consecuencia, a plantearse. Un escenario de ideas como este permite que ya no sean solo quienes están en la cima de la pirámide social los que incurren en la vieja práctica de “culpar a la víctima” por su situación desfavorable; en los hechos, son las propias víctimas las que se culpan a sí mismas.