Durante toda mi infancia mi madre fue partidaria de que mis hermanas y yo nos vistiéramos con “colores sufridos”. Aunque intuía que aludía a un color que resistiera mejor el embate del caldo de la sopa que indefectiblemente se nos escaparía de la cuchara, que soportara con estoicismo nuestras siestas en el piso dentro de la casita que armábamos debajo de la mesa y afrontara la humillación de los mocos invernales que nos limpiaríamos con la manga del vestido, aún me sigue pareciendo tan extraño como entonces que en la taxonomía de los colores exista la categoría de sufridos.
Me hace recordar al Emporio celestial de conocimientos benévolos, la curiosa enciclopedia china creada por Borges que revela la arbitrariedad de cualquier clasificación. Según esta enciclopedia, los animales se clasifican en (a) pertenecientes al emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados… (n) que de lejos parecen moscas.
Es probable que, a pesar de los colores sufridos, al caer el día nuestra ropa infantil fuera un verdadero muestrario de manchas que de lejos parecieran moscas.
No sé qué es lo que hace sufrir a los colores sufridos, pero en la niñez los aborrecía por condenarme a la grisura, obligarme a tolerar el sentido común materno y forzarme a una discreción indumentaria que era una imposición ajena.
Azul oscuro, verde oscuro, marrón, gris…, mi madre nunca supo las consecuencias que me produjo de adulta vestirme con colores sufridos en la infancia. Creo que agudizó mi eterno sentimiento de culpa. Si los colores ya eran sufridos, ¿había que intensificar sus sufrimientos con el embate de las manchas?, ¿era necesaria tanta crueldad?
Intenté muchas veces preguntarles al marrón y al gris por qué sufrían, pero nunca me contestaron, sólo se limitaron a seguir cubriéndome el cuerpo como si hubieran nacido para la humillación o la humillación fuera su oficio.
Es cierto que aquella condena estimuló la innata curiosidad filosófica de la infancia y me llevó a preguntarme si colores vibrantes como el rojo, el naranja o el amarillo no habían sufrido nunca, si se rebelaban ante quien quisiera incluirlos en El emporio celestial de conocimientos benévolos como colores sufridos o eran, sencillamente, colores felices.
A mí me hubiera gustado vestirme de blanco, un color que, por su absoluta claridad, no era un color sufrido sino todo lo contrario. Por entonces, yo no sabía quién era Jackson Pollok, pero hoy estoy segura de que mi vestido blanco hubiera terminado el día pareciéndose a un lienzo pintado por él. ¡Pero quién me hubiera quitado lo bailado, quién me hubiera quitado lo vestido!
Claro que con el tiempo aprendí que ninguna felicidad es completa, ni siquiera la de los colores felices. Ya lo dijo Herman Melville en el maravilloso capítulo de Moby Dick que le dedica al color blanco. Luego de alabar la blancura del caballo blanco y del albatros, muestra, paradójicamente, el lado oscuro del color blanco: “…la experiencia común, hereditaria, de toda la especie humana no deja de testimoniar la índole sobrenatural del blanco. No puede dudarse que el rasgo visible en el aspecto visible de los muertos que espanta más a quien los mira es su marmórea palidez como si en verdad esa palidez fuera tanto el signo de la consternación en el otro mundo cuanto el de la vacilación mortal en éste. Esa palidez de los muertos nos ha sugerido el significativo color del sudario en que los envolvemos. Ni siquiera en nuestras supersticiones dejamos de cubrir con el mismo manto níveo a los espectros, a los fantasmas que surgen en una bruma lechosa”.
En mi juventud, aquellos colores que mi madre consideraba sufridos, revelaron su verdadero rostro. Me refiero, por ejemplo, al verde militar. El verde supuestamente sufrido nos produjo el mayor sufrimiento de nuestra historia reciente. Esa vez, el acribillado fue el país. Las madres se pusieron un pañuelo blanco para reclamar por sus hijos convertidos en espectros, desaparecidos en una bruma lechosa.
Luego, llegaron al gobierno unos señores de boina blanca. La gente, vestida de colores, bailaba en las calles por la recuperación de la democracia. Ondeaban banderas blancas y celestes. Parecía que los colores sufridos habían dejado de sufrir. Creíamos que el período más negro de nuestra historia había quedado definitivamente atrás.
Hoy, unos señores vestidos de violeta que llegaron al gobierno ayudados por unos señores de amarillo –el amarillo y el violeta son opuestos complementarios en el espectro cromático- hacen sufrir a asalariados, jubilados, desocupados y a una amplia franja etaria de pobres que va de cero a 100 años. ¡Y mi madre murió creyendo que el violeta era un color sufrido y no un color que hace sufrir!
Una ministra que ha recorrido toda la gama de colores políticos cada miércoles hace rodear a los jubilados por unos hombres vestidos de azul armados hasta los dientes con temibles armas negras. El presidente dijo que los buenos son los de azul, pero no parecería ser éste el caso. De hecho, hacen las mayores tropelías sin que se evidencie en sus caras siquiera algo del rojo de la vergüenza. Parece que ya no se usa ponerse colorado.
Así son los señores que llevan el violeta como bandera, el tono mismo de la cinta de las coronas mortuorias con letras en amarillo dorado, lo que es bastante coherente porque lo que están haciendo con los más débiles es un genocidio. Ni siquiera en la más cruel taxonomía de la crueldad hay una categoría donde pueda encajar la actitud del gobierno. A los jubilados los hambrean, les quitan los remedios, los golpean, los gasean. Será que, como en la novela de Bioy Casares, se ha desatado la guerra del cerdo. O será que los jubilados que se convocan cada miércoles para defender sus derechos de lejos parecen moscas. «