Domingo Sarmiento inauguró la serie de presidentes argentinos que iniciaron su mandato un 12 de octubre, tal vez como un símbolo, cuando dominaba la visión de celebrar, ese día, el descubrimiento de las Américas para ser dominadas. Sucedió a Nicolás Avellaneda (1868) y así fue, salvo muertes o interrupciones de toda laya, hasta que un siglo después, se retomó la costumbre con Arturo Illia (1963) y, tras otro impasse dictatorial, con el regreso de Juan Perón (1973). Raúl Lastiri le cedió la banda presidencial: había asumido tras la renuncia histórica de Héctor Cámpora. La efervescencia setentista, incomparable, estallaba en cada baldosa tras la dictadura que empezó a derrumbarse con el Cordobazo (mayo de 1969). Estaba caliente el recuerdo de la masacre de Trelew (22 de agosto de 1972) y el Tío asumía el 25 de mayo, otra fecha patria. Calles desbordadas de energía. Actos multitudinarios. Estallidos militantes. Fiesta popular. Hervía el clima político. Crónica delataba: sólo en el centro porteño hubo más de un millón. La «primavera camporista», 49 días de gobierno, arrancaba con un hecho simbólico, el devotazo, la liberación de los presos políticos.
Llegaría rápido otro desborde emocional. La concreción del Perón Vuelve. El General, a los 78, el presidente con más edad al asumir. Ganó con el 62%. Otra vez los brazos hacia el cielo para saludar a la plaza atestada. Faltaba para que echase a la juventud imberbe. Millones se ataban a la ilusión del regreso a los días felices. Las tensiones insoportables se guardaron por un día, volvía el Pocho y «gentes de cien mil raleas (…) el noble y el villano, el prohombre y el gusano, bailan y se dan la mano, sin importarles la facha».
La última vez, un 12 de octubre.
El 10 de diciembre de 1983 representa muchas primeras veces. A quien suscribe, como a miles, lo había subyugado el Bisonte. Oscar Alende, desde el Partido Intransigente, lideraba sectores progresistas. Si lo hubiera votado todo el que asegura haberlo hecho, su porcentaje en las urnas no habría sido exiguo. Pero Herminio Iglesias quemó el cajón en el Obelisco y Raúl Alfonsín acumuló el voto aspiracional a que con la democracia se comiera, se educara, se curara. Se acababa la más feroz dictadura. El horror, 36 años después, persiste en la memoria. Ese sol furioso saludó el día más feliz en muchos años. Este periodista había votado por primera vez en su vida y lloró conmovido cuando todo el pasaje de un micro de turismo que recorría un camino sanjuanino se levantó de sus asientos para cantar el himno. Los relojes daban las 10. Un presidente elegido por el voto y no por las botas asumía lejos de allí, pero no tanto. Juraba hacer «observar fielmente la Constitución Argentina». Otra vez miles rebalsaron la Av. de Mayo. Tras siete años de silencio el Congreso volvía a sesionar. La música tronaba en las calles, la libertad significaba mucho más que los milicos volvieran a los cuarteles. Perduraban las dictaduras en Chile, Paraguay, Brasil y Uruguay. Se acababa en la Argentina.
Fue un sábado. El Cadillac descapotable bajó a contramano por la avenida en dirección a Casa de Gobierno. Los granaderos a caballo, atrás. Alfonsín y María Lorenza Barreneche, de pie, saludaban. Llanto, entusiasmo desbordante, papelitos como lluvia de esperanza. Inolvidable.
Seis años después, el golpe económico anticipó la sucesión. Volvía el peronismo al poder. La marchita y los dedos en V auguraban un gobierno popular, que en un tris significó una de las mayores frustraciones masivas. Aquellas amplias patillas riojanas se irían reduciendo casi como una consecuencia lógica de ese vuelo abrupto, que no fue a la estratósfera, sino decididamente a la derecha más liberal y conservadora.
El viernes 10 de diciembre de 1999 llegaba el preámbulo del fin de siglo. En las portadas, ese hombre de mirada perdida, «moderado y austero». De La Rúa y Chacho Álvarez en el epicentro de otra generosa esperanza de cambio, quebrada tan velozmente que antes de un año ya no había vice, y acababa con Cavallo como presunto salvador, como prólogo de la tragedia del 2001, el helicóptero, casi 40 muertos, un país estallado, cinco presidentes en diez días y ninguna asunción que mereciera festejo.
Pero el 25 de mayo de 2003 un pingüino dicharachero jugaba con el bastón presidencial y juraba que no dejaría sus convicciones en la puerta de Casa de Gobierno. Verdaderamente no lo hizo. Néstor Kirchner asumió con sólo el 22,24 %. Pero atraería mayorías populares porque gobernó en función de ellas. Otro real cambio de época. La fiesta se reproduciría no sólo cuando, de nuevo un 10 de diciembre, en 2007, y a los cuatro años, en 2011, Cristina le daba continuidad al proceso que había propuesto su marido ese primer día: «Vengo a proponerles un sueño que es la construcción de la verdad y la justicia. Un sueño que es el de volver a tener una Argentina con todos y para todos». Y en la calle. Como tantas veces en esa década y pico. Como esa noche anterior a dejar La Rosada. La noche del adiós. Con ella, despedida en un colosal abrazo con la Plaza repleta vivando por la morocha.
Al otro día, ya jueves 10 de diciembre de 2015, los tilingos celebraron que venían a derrumbar todo en tiempo récord, a dejar tierra arrasada, 55% de inflación, desocupación de dos dígitos, 16 millones de pobres, devaluaciones, apertura de importaciones, industricidio, privilegios a sus amigos, Justicia adicta, el poder real de 200 familias que pesan más que 45 millones y que esta vez forjarían sus negocios sin intermediación política ni militar. No olvido ni perdón.
Será el martes. La derecha perdura en Brasil, Chile, Paraguay, Bolivia, Ecuador, Colombia y vuelve a Uruguay. No en la Argentina. Este 10 de diciembre, CFK asumirá primero y le tomará juramente a AF. Otra asunción. Otro presidente. Otro modelo. Sobrevuela aquella vieja consigna: «Con lucha se van, con unidad no vuelven». En las calles habrá otro fenomenal festejo. El festejo de la ilusión. La ilusión del nunca más. «