El golpe de Estado en Uruguay, que cumple 50 años, no puede ser considerado sin recordar que meses después sucedió la dictadura de Chile y tres años más tarde la toma del poder por los militares en la Argentina. Fue un plan de EE UU que cerraba el círculo iniciado con el ataque a la democracia de Guatemala, 19 años antes, el 24 de junio de 1954, y que contenía como principal dolor de América del Sur el golpe de 1964 en Brasil.
Igual a una ola que borra lo escrito en la arena, EE UU y los militares dejaron a estos países caminando por una época de asesinatos y desapariciones para instalar su ideología económica a rajatabla. El precio que se cobraron aún duele en el alma de sus pueblos y la recuperación plena no será posible porque los ideólogos y los traidores siguen actuando con el mismo sentido de la impunidad. El miedo fue el condicionante de los comportamientos sociales y los modestos atisbos de las políticas que intentaban recuperar la democracia. En lo personal, en lo colectivo, y en cada estamento de la sociedad.
La sociedad fue acomodando el cuerpo como pasajeros de un vagón atestado. El cuidado de los movimientos y la búsqueda de una relativa comodidad, o el empujón y la prepotencia. Y esa indiferencia que va ganando al pueblo al llegar la rutina y quedarse sin el espacio público para manifestar su sentimiento.
El periodismo paralizado en su funcionamiento, adecuándose como podía, o devenido en cómplice, vivió sus años de mayor oscurantismo. Las empresas periodísticas en Uruguay, a diferencia de la Argentina que tuvo militares al mando de las emisoras de radio y TV, permanecieron en manos privadas. Mejor que poner gente a cargo, era contar con los temores que inspiraba la dictadura. Los medios quedaron alineados y así como aquí se trabajaba a las órdenes de militares y se tomaban recaudos, en Uruguay se conocían perfectamente los límites en la información y los análisis.
Para quien escribe fue un momento extraordinario conseguir del gobierno del Frente Amplio, los archivos de lo que se escribía respecto a su persona. Una gestión de Rafael Michelini, el destacado político hijo de Zelmar (asesinado en Buenos Aires junto a Héctor Gutiérrez Ruiz, Rosario Barredo y William Blanco), permitió que Eduardo Bonomi, ministro del Interior, entregara los archivos de la Inteligencia del Ejército y el Departamento de Policía. Algo remarcable: los documentos demuestran que los militares siguieron en la tarea de vigilancia hasta pasados algunos años de la dictadura. El seguimiento era bastante intenso si se piensa que hablamos de un periodista entre varios, cuyos pasos eran observados.
Al mismo tiempo, como con los militares demócratas que hubo en la Argentina, los uruguayos también tenían integrantes que deseaban el retorno de la democracia. Por formación o por sentir alguna forma de rechazo de los sectores intelectuales del país, los estudiantes y muchos ciudadanos que simplemente añoraban la democracia.
Ahora se conoció que existen voluminosos archivos, pero aún no se dieron detalles. Por supuesto que el suscrito espera algo más de esos documentos que permanecen aún en la penumbra. Algunos hechos vividos en aquel tiempo no aparecen en los archivos entregados hace diez años. Pero lo conocido indica cómo conseguían saber detalles de la vida personal y expresiones públicas que les desagradaban y sobre las que seguramente adoptaban decisiones procurando no comprometerse en público. Hubo sucesos relevantes que ocurrieron en sintonía con el contenido de los papeles que escribían. ¿Cómo se convivía con eso? Los militares que se acercaban a los medios hacían muy buena letra. Establecían relaciones de gran cordialidad.
Uno por radio o por canal, se convertían en protectores frente a algún problema. En una ocasión, buscar un hermano desaparecido dos o tres días, asumiendo riesgos: en los cuarteles la averiguación era mal vista, más si la hacía un integrante del ejército. O si alguna vez se decía algo más fuerte de lo habitual y ante el posible llamado a declarar (sucedió unas cuatro veces) intermediaban para ayudar en las aclaraciones del infractor.
No reportear a los militares en las trasmisiones; hablar de otros países para criticar lo que sucedía internamente; dejar escuchar los cantos hostiles en alguna trasmisión desde el exterior; hacer campaña a favor de los JJOO de Moscú, cuando el gobierno de facto los negaba; participar de modestos actos de la época como la visita de algún disidente más jugado o la participación y organización de alguno en Buenos Aires; desentenderse de la música que ellos tenían para el Mundialito y jugarse con un himno compuesto por un opositor al régimen (canción que se alzó por encima de la oficial). Las formas de enfrentar la dictadura eran sutiles. Algunas cosas se les escapaban pero cuando entendían, llamaban al infractor
Ante quienes se habían jugado la vida, era nada. Pero algo era como construcción de una civilidad que no los acompañaba. Sobre todo si se tenía mucho para perder. Finalmente hasta se puede dejar atrás el propio país. Había gente a favor en otros lados. Se sabía entonces, queda demostrado ahora.
Lo que se manifiesta políticamente por las derechas de los países que tuvieron dictaduras está en línea con lo que ellas pregonaban. Los criterios que imponían aquellos gobiernos de facto están en el vientre de los comportamientos de quienes evolucionan a la condición de ultras, respondiendo a sectores ávidos de sostener la ideología neoliberal, la expresión más salvaje del capitalismo que EE UU azuzó promoviendo las acciones militares que tenían como objetivo poner en práctica sus ideas económicas.
Deudas, déficit controlado (para financiar mejor su propio descontrolado déficit), dádivas pero no derechos, salarios bajos, crecimiento para pocos, y represión si las recetas son rechazadas por el pueblo.
Las dictaduras nos habitan. Están en los discursos de la derecha. Están aquí. Tan firmes e insolentes, tan poderosos e impunes, tan voraces como impiadosos. Los 50 años trascurridos han determinado que los militares no sean imprescindibles para ese trabajo. Los medios de comunicación y la Justicia, l