En el campo de la salud, habita una pregunta clave –muchas veces minimizada, muchas veces postergada– por los padecimientos mentales. Eso que a falta de mejores términos conocemos como «salud mental«.
Habría que hacer una primera diferencia en relación a las situaciones de aquellas personas que logran ubicar en su proyecto de vida cierto padecimiento mental y hacerse una pregunta que los lleve a algún tipo de terapia o análisis, de aquellas situaciones de padecimientos críticos, crónicos, estructurales pero también naturalizados o invisibilizados, personas a las cuales a menudo denominamos “sueltas” –en contraposición del sujeto “sujetado” o de quienes están entramados en una vida familiar o comunitaria.
Esta diferencia es un hiato clave en el modo de enfrentar la pregunta por la salud mental. Convivimos con personas que padecen un sufrimiento por sus estructuras mentales que jamás denominarían su padecimiento como un problema, que chocan contra el mundo que quiere normativizarlas una y otra vez, personas que no harán clínica ni elaborarán una demanda en términos tradicionales (que son también términos clasistas y políticos).
Para esas personas, para esos locos y locas de nuestro mundo, esas personas que señalan las costuras de nuestra vida arbitraria, que desencajan lo establecido, que viven fuera de lugar porque nosotrxs no les hemos hecho un lugar en cual puedan vivir su vida, vivir su experiencia física y mental.
En estas locuras el acompañamiento es fundamental y fundacional. Pensemos que lo habitual para esas personas (y para nuestras micro-locuras también) es chocar contra el mundo. Chocar contra el muro “de lo real”, lo normal, lo establecido. Y cuando uno choca una y otra vez termina quedándose solo o sola. La contraparte de cada loco con su tema, sería cada loco con su soledad. Entablar vínculos, hacerle lugar a esas formas de entender y habitar, ser parte de eso que siente y piensa la persona con padecimiento mental es la forma de destrabar su dolor, el modo de hacerle un lugar.
Todas estas personas, tanto aquellas que son acompañadas por dispositivos de salud mental como quienes asisten de forma voluntaria a instituciones del mismo tipo, han quedado a una intemperie cruel bajo el gobierno de Milei.
Basta con repasar el caso del Hospital Bonaparte que el gobierno intentó cerrar y que ahora retrocedió con el eufemismo “reestructuración” que aún no sabemos qué significará. Pero también un breve repaso por el desfinanciamiento programático del gobierno nacional a los distintos niveles del sistema de salud revela la situación crítica en la que se encuentran las comunidades que participan de los dispositivos públicos. Y podríamos agregar el reciente veto a la ley de financiamiento universitario que afecta de forma profunda a las carreras que forman profesionales de la salud y la psicología.
Ahora bien, las situaciones de padecimiento mental no se dan dislocadas de las situaciones materiales de existencia. No por nada –causa y efecto de la locura– quienes mayor padecimiento mental sufren suelen ser personas que se encuentran en situaciones críticas de pobreza y deterioro mental y físico pronunciado.
No hay linealidad entre el grado de vulneración de una población y sus trastornos emocionales. Sin embargo, no podemos dejar de insistir que el padecimiento mental entabla una relación dialéctica con las condiciones materiales de existencia. Por supuesto que esta relación se da con distintos grados y matices. Desde quienes empiezan a tener situaciones de preocupación, inseguridad, ansiedad o depresiones debido a los problemas para resolver la vida material (conseguir alimentos, pagar un alquiler, comprar útiles escolares o medicamentos), hasta situaciones más extremas de abandono o pérdida de lazo comunitario, me refiero a aquellas personas que muchas veces son acompañadas por otros pero que en situaciones extremas como las que vivimos ahora tienen mayores problemas para resolver un acompañamiento básico.
Los padecimientos mentales pegan más fuerte ahí donde no hay lazos sociales. Por eso, la respuesta no puede ser nunca exclusivamente médica sino en relación al campo sanitario, las condiciones materiales de existencia y la vida en comunidad en su conjunto. Las locuras son una pandemia silenciosa desde hace años y la respuesta no depende de una sola variable. Pero sin mayor igualdad y lazo social, es imposible.
Hay un dato que resulta alarmante, pero que explica de forma certera nuestro modo de relacionarnos con la locura. El 60% de los presupuestos de salud mental en América Latina se destina a hospitales psiquiátricos. Es decir: más encierro, más violencia, más castigo, más vigilancia, más tormento para quien ya padece.
Del mismo modo, no pueden abordarse las locuras de nuestxs compatriotas sin inventar las herramientas, los dispositivos, las estrategias que reclaman esos padecimientos. Una intervención sanitaria politizada no es otra cosa que respetar la realidad incompartible del otrx. No es más que hacerle en este mundo un lugar a su mundo.
Hay una pregunta que a menudo se reprime en el encuentro con el otrx: “¿qué te gusta?”. Todxs quienes pasamos por el sistema de salud y los dispositivos de salud mental hemos estado en congresos y coloquios, en reuniones de equipo, en interconsultas, en reuniones de diagnóstico, donde la persona con padecimiento mental está impugnada. El primer paso, simple y disruptivo, es hacerla parte y trabajar desde su deseo. ¿Qué te gusta? Quizá las reglas del Estado no estén preparadas para formular la pregunta ni escuchar al otrx. Entonces, cambiamos las reglas. Transformamos el Estado, lo hacemos una tierra de locxs.
Por supuesto que esta propuesta debe ir acompañada de una formación profesional y emocional. De un entrenamiento en el encuentro, en la locura, en ser parte de la vida del otrx. Nunca fue justo que quien padece sea apartado, pero hoy con el rayo calcinarte de la crisis ya no podemos hacernos los desentendidxs. De otra manera, lo que apartamos nos termina destruyendo, como un boomerang. Porque ya sabemos que lo no tramitado (personal o socialmente) vuelve en forma de síntoma.