La Jesi tenía 17 años y era una adolescente indómita de melena rubia atada en dos colitas, labios anchos, los brazos cortados, la mirada dulce y desafiante, y una voz potente, de las que no pasan desapercibidas. Nos conocimos en 2004 en Isla Maciel, cuando llegamos con lxs compañerxs de la Asociación Miguel Bru a compartir talleres de periodismo y fotografía y otras actividades en ese territorio al borde del Riachuelo al que cada tanto seguimos volviendo.
Tenía –y tiene– un modo de contar honesto y brutal que entonces desplegaba en hojitas sueltas de carpeta, donde escribía sobre su vida. Un día dijo que necesitaba un cuaderno, y yo encontré uno grande, de esos anillados tipo universitario, de tapas rojas. Pedía que le formulara preguntas sobre su vida, y le funcionaban como consignas disparadoras. Cuando el cuaderno tenía la mayoría de las páginas escritas con su letra redonda y prolija me pidió que se lo guardara para no perderlo.
La Jesi en aquel momento era madre de una beba. La nena vivía con una tía y aunque La Jesi la veía bastante, no podía ocuparse de ella las 24 horas. La Jesi había dejado la escuela y vivía con su abuela, su madre estaba presa, sus nueve hermanitos repartidos acá y allá. A su padre lo habían matado en 1990 cuando ella era una nena de 4 años. “Lo único que me acuerdo de él es cuando lo vi en el cajón muerto, con la cara lastimada y un gorrito de Boca”, escribió en ese cuaderno de tapas rojas, que encontré hace poco ordenando archivos en mi casa. Ahí están las primeras postales de su vida hasta los 19 años, en capítulos que ya quebraban algunas nociones de lo verosímil: la primera vez que salí a laburar, un día en la calle, mi familia.
A la mamá de La Jesi la conocí hace más de 10 años, cuando madre e hija coincidieron, por distintos motivos, unas semanas en el mismo penal de mujeres de Ezeiza. Un domingo al mediodía me invitaron a almorzar en el SUM del penal, cocinaron un pollo con una salsa de naranja, delicioso, que comimos frío porque no había donde calentar la comida, y lo compartimos riéndonos entre muchas otras mujeres, sentadas en las sillas de plástico blanco. Antes de entrar me habían requisado fuerte, inspeccionándome en detalle cada rincón del cuerpo.
Hace pocos meses, cuando me requisaron para entrar al penal en la provincia de Buenos Aires donde La Jesi está ahora detenida, fue más suave que otras anteriores. La requisa incluyó una especie de palo/detector que una mujer del servicio penitenciario te pasa entre las piernas sin tocarte. La que me requisó fue bastaste amable para la media, quizás porque era 24 de diciembre y hacía mucho calor. Fue en un cuarto chiquito del penal, después de hacer una serie de filas al final de cada cual me daban un cartoncito de color: ya tenía el rosa, lila, rojo y amarillo. En esa salita donde toca desvestirse había un enorme poster de Winnie Pooh. Mientras la señora policía me sondeaba con el palo detector, le pregunté qué hacía Winnie Pooh ahí. “Para hacer más amigable la visita”, dijo. Me reí, visitar a alguien que está privado de su libertad como familiar o amigue es bien distinto a entrar a una cárcel como periodista o como activista.
La Jesi lleva un año y ocho meses encerrada. La detuvieron 13 veces en sus 36 años, acusada de delitos menores. Esta vez, si la condenan, le tocarán cuatro años de prisión. Es, por lejos, su estadía más larga intramuros; las anteriores no duraron más que días, alguna un mes y pico.
Hace poco leí en alguna red social la historia de otra mujer privada de su libertad y era tan parecida a esta que creí la habían entrevistado a La Jesi y cambiado el nombre, hasta que al final hablaban de otro penal. Era la historia de otra mujer que también tenía muchxs hijxs y estaba acusada de lo mismo: una cantidad pequeña de «tenencia de estupefacientes con fines de comercialización».
La Jesi tiene cuatro hijas de 6 a 19 años. Las hijas viven con tías y familiares. Aunque el padre de las dos nenas más chiquitas está privado de su libertad desde antes que La Jesi, las miradas más duras del entorno caen sobre ella, como suele pasar a las mujeres que están privadas de su libertad, y sufren la doble condena, penal y social. Pero a ella lo que más le pesa son las miradas de sus hijas adolescentes, quizás porque sabe lo que es crecer con una madre en un penal y aún no está del todo claro como desenmarañar esa trama en este linaje de mujeres.
El día de Navidad, mientras conversábamos sentadas en una mesita al sol en el patio del penal, me mostró un texto donde narra cómo la adicción la llevó a la maldita casa donde la detuvieron. Sobre cómo un día estás bañando y acostando a tu hija y al rato estás en la esquina comprando y soñando en otros mundos irreales.
Ese 24 de diciembre de 2020 en el penal todo parecía un poco irreal: la fina lluvia de desinfectante con que nos rociaban con una manguera en la entrada después de pedirnos levantar las manos, el policía flacucho disfrazado de Papa Noel repartiendo pochoclo bajo el sol ardiente del mediodía en verano. Ese día estaban permitidos lxs niñxs y había un parquecito con juegos de colores y árboles navideños hechos con tubos de papel higiénico, realizados en un taller del que La Jesi participó. También habían armado los centros de mesa: unos pinitos navideños con envases de botellas plásticas, las ramas con tiras plateadas de goma eva, base de cartón pintado de dorado y una estrella verde brillante en la cima, que yo interpreté como guiño a pocos días de sancionarse el aborto legal. “Me quemé los dedos pegando esa goma eva. Pero tengo un diploma de ese taller” decía La Jesi. Me fui de ahí con el arbolito tumbero, el budín de pan que La Jesi envió a mi familia y la palabra reciclar resonando.
La Jesi no tiene condena pero cumple prisión preventiva desde el 31 de diciembre de 2019. Declaró que estaba alquilando un departamento vecino al de una transa, cuando llegó un allanamiento donde secuestraron drogas. Las personas de la casa donde se produjo el hallazgo fueron detenidas pero tiempo después. En cambio, a La Jesi, que al momento del allanamiento cuenta que estaba “muy drogada”, se la llevaron a una comisaría de Fiorito y allí empezó el 2020.
Pasó meses en esa comisaría, que no difiere de tantas en sus problemas de larga data, que exceden esta columna: problemas de sanidad, instalaciones eléctricas riesgosas, hacinamiento y sigue la lista. Hace dos años estuve con La Jesi encerrada unas horas en un calabozo en otra comisaría, de “visita”, y era peor aún, en otro lugar.
Cuando empezó el confinamiento por COVID, La Jesi seguía en esa comisaría de Fiorito. Un día metió el pie en uno de los pozos que había en el piso, se cayó y se quebró el cúbito (codo). Al fin consiguió el traslado a un penal, pero antes por protocolo sanitario debió pasar dos semanas aislada en una celda en una prisión intermedio. Durante mucho tiempo sólo estaba permitido llevar mercadería pero no era posible el contacto. Desde el inicio de la pandemia la Comisión Interamericana de Derechos Humanos alertó: así como las personas mayores, las comunidades indígenas, personas con discapacidad y otros grupos, las personas privadas de libertad también están entre las más vulnerables. Y no sólo por las dificultades de sostener el distanciamiento social, sino por las emergencias preexistentes y las limitaciones del confinamiento intra y extramuros.
Muchas de las cosas que las mujeres privadas de libertad necesitan para la supervivencia básica se las llevan desde afuera quienes las visitan: ropa, comida o artículos de higiene. Y con las visitas restringidas muchos meses – que ante rebrotes vuelven a restringirse- los lazos sociales quedaron librados al WhatsApp. Por suerte una compañera que salió en libertad le dejó su celular y La Jesi creyó que eso podía mejorar la comunicación con sus hijas. Pero todo es más complejo e incierto. Si estar confinadxs afuera fue bastante traumático, estar aislada adentro de una cárcel es difícil de dimensionar.
La Jesi dice que no sabe si tuvo o no COVID. Hace unas semanas le pregunté cuándo la vacunaban. No tenía idea. Le pregunté cómo podía ser que no tuviera la información más básica. “Esto es la cárcel”, se rio. Lo repite ante otras preguntas bobas. “Esto es la cárcel, ¿entendés?”, como si hablara de un planeta con otras leyes. Hace una semana mandó la foto sonriente, con su carnet de recién vacunada.
Antes me venía contando que en su pabellón había 12 casos confirmados, que estaba dolorida, con dolor de cabeza y el cuerpo agotado. En su celda hubo tres casos de coronavirus. Tenía miedo, se sentía en riesgo por otras cuestiones de salud. Fueron días de aislamiento, podían deambular por el pabellón y hacer zooms de clases, pero no las actividades habituales. Así pasaron casi un mes. Hace poco llamó con la voz quebrada. “¿Qué me pasa? Pasa el encierro, pasa que no puedo salir, la injusticia, la falsedad, estoy en una cárcel, sin condena, y mi cabeza se está metiendo acá adentro. Mis hijas me están esperando. Eso pasa. Y además hoy hace dos meses de lo mi hermano”.
El hermano de La Jesi se llamaba Claudio, tenía 33 años y falleció el 24 de abril en un accidente de tránsito, cuando su vehículo mordió la banquina y fue a parar abajo de un camión en la rotonda de Brandsen. Leo en el cuaderno rojo lo que La Jesi había escrito muchos años antes sobre él. “Claudio tiene 17, estudió hasta séptimo, desde chiquito le gustaron los coches, entiende mucho de mecánica. Sabe manejar desde los 5 años”.
Se enteró de la muerte de su hermano al volver a su celda, porque sus compañeras la miraban con lágrimas en los ojos. “Decime qué pasó” le ordenó a la Greys, su tía tumbera y con la que se contienen mutuamente. “Me salió un grito de dolor, le di una piña al vidrio del matafuegos, le pegué al carro de metal donde reparto la comida y no me acuerdo más nada porque me desperté en una camilla. Tuve convulsiones”, me contó.
Vio el entierro de su hermano por videollamada de WhatsApp, en la pantalla a su madre gritando junto al cajón. La Jesi no había logrado obtener el permiso para salir ni un rato ni de manera excepcional porque su defensor estaba con COVID.
Desde diciembre de 2019 no tuvo contacto con familiares directos, salvo con su hermana Pamela que está desde hace poco en otra celda en el mismo penal. La madre de La Jesi ya está en libertad, tiene en su casa un merendero, hablan por teléfono pero se le complica viajar.
La Jesi no es un osito de peluche ni un caso aislado. Las cárceles están llenas de Jesis. Y todo empeora por las desigualdades de géneros y la falta de una perspectiva transfeminista en la Justicia, que envía a mujeres como La Jesi, (también a las trans victimas de violencias estructurales) a las cárceles. Son cosas sobre las que escribimos poco, y me incluyo en esa escasez. A veces hay quien sí cuenta bien, pero son tantas más las noticias de este tipo con enfoques binarios, que a veces hace falta aclarar que las personas privadas de libertad no están privadas de derechos ni deberían estar privadas de una administración de Justicia con perspectiva de géneros e interseccional.
La Jesi también quiere escribir otra historia, relatar otras cosas en ese cuaderno rojo. Hace tres meses la trasladaron al pabellón 2, “donde están las que trabajan y estudian en el centro universitario”, me explica. “Notaron mis mejoras”, cuenta con su voz alegre. No es la primera vez que intenta terminar el secundario, pero afuera nunca nada es fácil. En los mejores días me dice que está “contenta con los logros y fuerte mentalmente” y suena la cumbia de Los Lamas de fondo. O habla de su Bro Nachito, con quien se conocen de otro encierro. “Él es, ¿cómo se dice? varón trans”.
Hace unas semanas, cuando Alberto Fernández promulgó la ley de inclusión laboral travesti trans Diana Berkins Lohana Sacayan, dijo que una sociedad que descarta a su gente es una horrible sociedad. Hablaba de las personas travestis y trans. La ley tiene un artículo donde dice que “los antecedentes penales de lxs postulantes, que resulten irrelevantes para el acceso al puesto laboral, no podrán representar un obstáculo” para el ingreso. “Sumemos a esas personas, que tengan la posibilidad de encontrar un futuro. Es lo mejor que podemos hacer por nosotros, no por los otros”, decía también el Presidente. Y yo pensaba en La Jesi. Cuando le comenté la noticia por teléfono, se puso contenta porque no tenía idea de que existiera algo así, y corrió a contarle a su amigo trans.
En otra visita me mostró de afuera el centro universitario, donde le ofrecen ayuda para hacer las tareas más difíciles de la escuela, pero La Jesi dice prefiere resolverlas sola. “Quiero aprender en serio, para cuando salga, ¿entendés?”. Le gusta recordar que tuvo un trabajo en la Fundación Isla Maciel y cocinaba para 22 nenes. En el penal también trabaja en la cocina y además en la huerta, reparte la comida, limpia el SUM tras las visitas. Los martes va a boxeo y a vóley, los viernes a fútbol. Una de sus actividades preferidas es una que armó ella: el taller de lectura para enseñar a leer y a escribir a otras mujeres. Cuando presentó el proyecto me contó: “Les voy a enseñar a leer y escribir a algunas chicas que están acá, son 7 u 8. Me gusta hacerlo porque salió de mí, en su momento lo hice en un barrio donde vivía. Pensaba arrancar sin nada, pero la gente del ministerio me trajo una lámina, me donaron unos cuadernos que sobraron de un curso de lectura, un juez me trajo lápices y gomas. Y me puse a hacer unas láminas. ¿Sabés que por un lado estoy orgullosa de mi? Porque tan mala no fui”.
A veces La Jesi recupera la esperanza de convertirse en la protagonista de otra vida, de hacer algo dorado y plateado con la suya. Salir pronto, terminar el secundario, esperar el juicio en libertad, conseguir un trabajo, vivir con sus hijas, que ellas la perdonen, escribir un libro.
Para mí escribir sobre La Jesi es no saber por dónde empezar y menos dónde terminar. Quizás por eso hasta ahora no había escrito sobre ella. Hay cosas que no sé cómo se escriben, porque en el prosaico acto de escribir a veces sintonizo algo que no capto hasta que se corporiza en letras, como si cada oración llevara a cierta clase de claridad. Pero cuando se trata de La Jesi todo se vuelve un poco incomprensible. Y sé que La Jesi también accede a algo cuando escribe y cuando lee, cuando comparte esa libertad, su orgullo, una ventana. A la promesa luminosa de que una vida mejor es posible, una vida donde una puede reunir sus partes, curar los dedos quemados, y empezar de nuevo bajo una estrella verde brillante, aunque aún no sepamos muy bien por qué ruta se llega a ese árbol.
Rubén Armando Andrada | Socio
5 August 2021 - 10:05
Muy buen relato, muy emocionante, agradezco la nota y la sensibilidad.-