8M 2017
Eso que llaman “infiltrados” son policías sin uniforme ni identificaciones y vienen a despejar las calles con balas de goma, gas pimienta y gases lacrimógenos. La primera huelga internacional feminista, el 8 de marzo de 2017, fue reprimida en la CABA por la policía local. Hubo agresiones, corridas. La marcha, que tenía la Plaza de Mayo como punto de llegada, ya había terminado y la desconcentración llevaba más de una hora. En la plaza quedaban pocas, algunas bailaban con el set de música del camión Kidz, otras dejaban en las paredes consignas más permanentes que los cantos. Algunas otras se fueron a cenar por la zona. Las calles porteñas, que en el día fueron encendidas con canciones, banderas y la reinvención feminista de la huelga, terminaron aplacadas por la lluvia y el agua de un carro hidrante.
Después de la movilización, Laura, Agostina y Natalia estaban a tres cuadras de la plaza, en una pizzería con mesas en la peatonal sobre la calle Perú. Un chaparrón empezó a caer y las mesas comenzaron a vaciarse. El sonido de las gotas de lluvia hizo acople con el ruido de la marcha de las botas policiales sobre los adoquines. Apenas alcanzaron a advertir unas corridas que se acercaban por Avenida de Mayo. Inmediatamente, la policía se abalanzó sobre ellas. Veinte personas fueron detenidas al voleo esa noche, una veintena de mujeres, lesbianas y bisexuales. Al día siguiente los relatos coincidentes construyeron un consenso: fue una cacería. Una represión ilegal que, como la violencia machista, es expresiva.
¿Qué se reprime cuando se reprimen estas marchas? ¿El ejercicio de la protesta social? ¿La organización social y política de estos colectivos? ¿El desafío abierto al patriarcado? ¿Alcanza con hablar de represión de la protesta? Por supuesto que existen hilos conductores entre las balas de goma y la criminalización desplegada contra los activismos de mujeres, lesbianas, trans y travestis, y la que afecta a movimientos sociales, sindicatos, movimientos ambientalistas, estudiantes, pueblos indígenas. Pero ¿es exactamente lo mismo?
Natalia había marchado organizada en una columna por primera vez. Se había sumado dos meses antes a Bisexuales Feministas. Cuando vio avanzar a les policías se quedó petrificada, sorprendida. A cinco años de lo sucedido, todavía se le pone la piel de gallina al recordarlo. Ninguna entendía por qué iban hacia ellas, que estaban esperando pagar la cuenta. Tampoco sabían si correr, como veían que estaba pasando en la esquina, y además algunas chicas estaban en el baño y no las iban a dejar atrás.
– ¡Váyanse, no pueden estar acá! ¡Circulen!
La palabra “circulen” la pronunciaba alguien sin identificación, no sabían si era policía. Había razones para la sospecha: la noche anterior cuatro varones sin uniforme, militantes fascistas que se hicieron pasar por policías, habían perseguido y acorralado a seis activistas, a quienes les atribuyeron ser las responsables de algunas pintadas. Las retuvieron hasta que llegó la policía de uniforme: estuvieron doce horas detenidas y les iniciaron una causa por daños. El varón que estaba en la puerta de la pizzería gritando órdenes tampoco tenía uniforme, pero era el que dirigía las detenciones y marcaba a quienes había que llevarse. ¿Cómo se hace para distinguir a simple vista entre un militante fascista y un policía sin su ropa reglamentaria que ordena a los gritos detenciones arbitrarias de mujeres? Natalia le preguntó quién era. La respuesta fue agarrarla para detenerla y ordenar a una policía mujer: “Llevala a ella”. Laura trató de impedirlo, tirando de la mochila de Natalia, y la agarraron a ella también. Jose, otra integrante del grupo, se tiró para evitar que se las llevaran. Agostina salía del baño y preguntó qué estaba pasando: también la detuvieron. No sabían por qué las detenían ni de qué se las acusaba.
Las calles quedaron completamente vacías. La jornada que debía culminar compartiendo una muzza y unas cervezas entre compañeras terminó en el calabozo de una comisaría de Parque Patricios con una acusación de “lesiones, daño y resistencia a la autoridad”. Laura, Agostina y Natalia fueron trasladadas a la Comisaría Nº 1 junto con otras 18 personas. En paralelo, las puertas y veredas de la comisaría se llenaban de amigas, compañeras y familiares. Ante esta escena de acompañamiento y para fragmentar el apoyo, varias de las personas detenidas fueron nuevamente trasladadas a la Alcaldía de la Comuna Nº 4, en Parque Patricios. Una vez dentro, a algunas las hicieron desvestirse por completo; a todas, ponerse en cuclillas sin pantalón ni bombacha. Fueron requisadas dos veces: ya las habían requisado en la Comisaría Nº 1, pero sin motivo alguno fueron una vez más desnudadas y manoseadas. En un procedimiento completamente arbitrario, ambas requisas fueron pura humillación.
– ¿Qué es este trapo? – dijeron dos policías sobre la bandera bisexual, mientras les revisaban sus cosas. Durante toda la noche, a cada hora, sintieron golpes en las puertas de las celdas o gritos para que dijeran nombre y DNI. No las dejaron dormir. De toda esta secuencia se desprenden preguntas inevitables: ¿cuál es la productividad de la escena de detenciones en términos políticos?, ¿qué costos tiene en términos de desmovilización e intimidación de mujeres, lesbianas, trans y travestis?
La represión ilegal y las detenciones arbitrarias desplegadas el 8 de marzo de 2017 dejaron huellas no solo en las vidas políticas de quienes fueron blanco de detenciones, sino también en las organizaciones en las que militaban. Las asambleas que vinieron después dejaron de ser un momento dedicado solo a debatir la agenda de reclamos y reivindicaciones políticas. Las previas a las marchas dejaron de dedicarse exclusivamente a armar carteles con consignas políticas y pensar la perfo. Se había encendido una alerta. Ahora, además, había que estar preparades para que el despliegue policial no les sorprendiera. Esto implicaba escribir el teléfono de abogades en el brazo, anotar una lista de contactos de confianza de quienes marchaban por si les detenían, cargar las mochilas con botellas de agua y guantes por si había que asistir a alguien lastimade, limón por si tiraban gases lacrimógenos. Una mochila de guerra para salir a marchar.
8M 2022
En 2022, el 8 de marzo fue noticia no tanto por las consignas feministas contra el pago del préstamo del FMI que terminó en manos de privados y profundizó la feminización de la pobreza, sino porque en algunas provincias hubo situaciones de amedrentamiento policial y criminalización de manifestantes. Unos días después de la marcha en San Juan, Yanina I., Yanina O., Jani y María Virginia recibieron una notificación judicial en sus domicilios. Las citaban a prestar declaración indagatoria por el delito de “daño agravado”. El mismo 8, la directora de la Escuela Normal Sarmiento y el director de Patrimonio Cultural de la provincia habían radicado una denuncia penal por pintadas de un muro escolar que ya estaba saturado de grafitis y pegatinas. La denuncia apunta explícitamente al contenido de los mensajes: “El estampado de escrituras de contenido sexista (sic), feminista” y frases “alegóricas a la pretensa lucha contra la figura masculina que enarbola cierto grupo social”. El Poder Judicial deja en claro que la ofensa está en el contenido ideológico y político de los mensajes, y a pesar de que la afectación es inexistente —es decir, no hay delito—, se busca neutralizar esos mensajes con un recurso extremo: el derecho penal.
Si las paredes son la imprenta del pueblo, si Banksy expone y vende su obra —famosa por su capacidad de condensar mensajes contra la desigualdad social— en La Rural, por otro lado para algunos sectores del Poder Judicial la expresión política en las paredes está mal vista, y su criminalización merece horas de trabajo y resmas. Parecería una voluntad de punición estética e ideológica. Pero más ideológica que estética, porque el hecho de que una persona escriba con aerosol que ama a otra pasa sin consecuencias, pero augurar el fin del patriarcado se lleva, como suele decirse, todo el peso de la ley.
En la causa penal abierta en San Juan, el subrayado de la persecución política es con trazo grueso, ya que nadie vio a tres de las acusadas hacer las pintadas. La fiscal pidió a la policía que “se oficie a la División de Análisis y Apoyo Tecnológico de la Policía de San Juan, a fin de que a través de redes sociales, tales como Instagram, Facebook o similar, identifique a las personas que se encuentran en registros fílmicos obrantes en autos”. Un despliegue policial propio de la persecución del crimen organizado. Aun así, la investigación dio resultado negativo: entre lo que encontraron en las redes y las grabaciones de cámaras de seguridad no hubo ninguna coincidencia. Pero de todas maneras la fiscalía decidió imputar a las manifestantes, basándose en evidencia que simplemente acredita que formaban parte de organizaciones feministas.
Yanina I. es parte de Las Hilarias-Socorristas en Red y fue identificada en una fotografía tomada de la cuenta de Instagram de la organización. En el informe policial, a la par de la referencia a su activismo político, suman su trayectoria académica, datos sin ninguna relevancia para la investigación penal, pero que se asemeja mucho a lo que los servicios de inteligencia hacían durante la dictadura y, en muchos casos, siguen haciendo: inteligencia por razones políticas, es decir, ilegal. Yanina O., Jani y María Virginia son integrantes de Ni Unx Menos San Juan. En la causa está acreditado que Jani y María Virginia tuvieron durante la marcha tareas de seguridad, para resguardar la integridad de sus compañeras. Esta información, que podría desincriminarlas, fue deliberadamente ignorada.
Elementos tales como la referencia al contenido de las pintadas y al activismo de las cuatro imputadas hacen evidente la selectividad de la persecución penal basada en el hecho de que son feministas. La denuncia realizada por funcionaries del Poder Ejecutivo provincial, constituidos a su vez como partes querellantes en la causa penal, pone de manifiesto lo desproporcionado en el involucramiento de distintas agencias estatales coordinadas a los fines de que el proceso culmine con una sanción.
Es por eso que sus abogados defensores realizaron a su vez una denuncia por vía administrativa contra les funcionaries estatales que llevan adelante las acciones de criminalización. Allí enfatizan que hay un uso indebido del derecho penal para perseguir la labor de defensoras de derechos humanos, deslegitimar sus causas y limitar el desarrollo de su vida política. En el escrito solicitan el cese inmediato de las acciones que pueden inscribirse como violencia política por razones de género y piden que el Estado desista de participar como parte querellante en la causa penal.
Pocos días antes de los hechos de San Juan, en febrero de 2022, se realizó en Necochea la Marcha del Orgullo LGBTIQ+. El 11 de marzo se cumplía un año de la desaparición de Tehuel de la Torre, un muchacho trans que al momento de la escritura de este libro sigue desaparecido y cuya desaparición todavía no tiene un plan ordenado de búsqueda por parte del Estado nacional ni provincial. En ese contexto, tres activistas pintaron en una pared: “Dónde está Tehuel”. Pierina es activista lesbiana e integra la organización de la Marcha del Orgullo en Necochea. Es vestuarista en la Escuela Municipal de Artes y viene sufriendo un hostigamiento por parte del gobierno municipal, que incluyó traslados y la degradación de su categoría laboral. A partir de la publicación en un medio local de la fotografía del mural con tres personas de espaldas, una funcionaria de la municipalidad se presentó en sede judicial a denunciar a Pierina. La única prueba es la foto de tres espaldas, a una distancia que no permite ver demasiados detalles, pero fue suficiente para que el Juzgado en lo Correccional la procese por daño agravado. La sola denuncia alcanzó también para que la municipalidad la suspendiera por diez días, lo que afectó considerablemente sus ingresos ya magros por la anterior baja de categoría. Su abogado pidió el archivo de la causa, pero se lo rechazaron. De hecho, tiene pedido de elevación a juicio.
Más participación política, más violencia machista
Apenas cinco meses antes de aquel 8M 2017 en que los feminismos transnacionales daban aliento a una nueva ola feminista con la reinvención de la huelga, en México el Comité de Expertas del Mecanismo de Seguimiento de la Convención de Belém do Pará aprobó la Ley Modelo Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres en la Vida Política. En los argumentos que explican la necesidad de esta ley, podemos leer que “la mayor visibilidad de esta violencia está vinculada al aumento de la participación política de las mujeres”. Es decir que “a mayor participación política de las mujeres, se han intensificado las formas de discriminación y violencia contra ellas”.
Desde 1986 se realizan en la Argentina los Encuentros Nacionales de Mujeres, que desde 2022 y luego de años de debate pasaron a llamarse “Encuentros Plurinacionales de Mujeres, Lesbianas, Trans, Travestis, Bisexuales, Intersex y No Binaries”. Los encuentros recorrieron todas las provincias del país y desde allí salieron acuerdos para impulsar el avance de derechos como el acceso al aborto, la patria potestad compartida, las políticas de cupo y paridad, la resistencia contra las violencias machistas. Es el pogo feminista más grande del mundo y en su última edición reunió 140.000 personas.
Ahora bien, es recién con la masificación de los feminismos en 2015, a partir de Ni Una Menos, que la marcha de cierre comenzó a ser reprimida. A la par de la expansión de la participación de mujeres, lesbianas, trans y travestis en organizaciones y movilizaciones feministas, fue creciendo un estigma mediático que califica estas manifestaciones y a las activistas que las integran como “violentas”. Son discursos basados en el estereotipo de que las mujeres deben quedarse “tranquilas” en sus casas, que caen en el fértil terreno judicial, con los recursos penales siempre disponibles y a la orden del patriarcado. Los eslabones de la cadena de represiones que se produjeron son: Mar del Plata, en 2015; Rosario, en 2016; Chubut, en 2018. En el medio, las huelgas del 8 de marzo de 2017 y del 8 de marzo de 2018, en la cárcel de mujeres de Ezeiza. Recientemente, San Juan en 2022. Y mientras tanto, causas abiertas y denuncias penales contra manifestantes.
En 2019, el Congreso argentino tomó como referencia la Ley Modelo Interamericana y modificó la Ley 26.485 de Protección Integral para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres en los ámbitos en que desarrollen sus relaciones interpersonales para incorporar la violencia política como tipo y modalidad de violencia. Se trata de un tipo de violencia que tiene como objetivo o resultado “menoscabar o anular el reconocimiento, goce y/o ejercicio de sus derechos políticos tanto en el ámbito privado como en el ámbito público”. Como modalidad, puede ocurrir “en cualquier espacio de la vida pública y política, tales como instituciones estatales, recintos de votación, partidos políticos, organizaciones sociales, asociaciones sindicales, medios de comunicación, entre otros”.
El Equipo Latinoamericano de Justicia y Género (ELA) presentó en 2018 un informe sobre la experiencia de legisladoras porteñas y nacionales. El 98% de las encuestadas identificó los espacios políticos como ámbitos en los que persiste la discriminación por razones de género. En el universo de las violencias simbólicas, más de la mitad señaló que fue amenazada o intimidada durante el ejercicio de sus funciones políticas, que se les impidió ir a reuniones importantes, que se les restringió el uso de la palabra. Ejemplos bastante visibles de este tipo de violencias en contra de mujeres que ocupan cargos públicos son los de Ofelia Fernández, Cristina Fernández de Kirchner y Elisa Carrió. Ofelia es actualmente la legisladora más joven de la CABA y ha sido blanco de agresiones misóginas en las redes sociales y en el recinto por parte de sus compañeros legisladores. Estas agresiones no fueron individuales y aisladas, sino que se trata de una violencia ejercida de forma sistemática con fines intimidatorios y aleccionadores, que impactan de manera indirecta en jóvenes que, como ella, quieren participar en política y llegar a ser referentas.
Del mismo modo, es bien conocido que Cristina Fernández fue y sigue siendo atacada mediática y judicialmente por encarnar atributos históricamente asociados a lo masculino: el poder público y el liderazgo político. En cuanto a Elisa Carrió, la descalificación cae en los lugares comunes del patriarcado: se recurre no a argumentos políticos, sino a hablar de su cuerpo o a tildarla de “loca” —palabra largamente usada para desautorizar a mujeres—.
En 2022, Proyecto Generar presentó el resultado de una encuesta federal que extendía la muestra hacia militantes y mostró que 7 de cada 10 habían vivido situaciones de violencia política. A la pregunta “¿Cuánto creés que esos episodios afectaron tu participación política pública?”, el 45% contestó que en alguna medida, y el 33%, en gran medida. El dato que nos interesa destacar es alarmante: el 14% de las activistas encuestadas dejó de militar, es decir, fue expulsada de la vida pública.
Por su parte, la persecución judicial a Milagro Sala y a mujeres integrantes de la organización Tupac Amaru es expresión de un uso completamente desproporcionado del sistema penal para obstaculizar la organización popular y anular la participación política de grupos históricamente postergados. En estos casos, la discriminación por motivos de género se intersecta con la discriminación étnica y racial. Lo único que Milagro hizo para estar presa fue no resignarse a aceptar las condiciones que la sociedad le asignó por su género, raza y clase.
Cuando el Estado entreteje violencias
Casos como las represiones en los Encuentros de Mujeres, en los 8M, o la criminalización de activistas muestran otra dimensión de la violencia política contra las mujeres, lesbianas, trans y travestis: esta violencia no solo se ejerce desde los varones que defienden sus privilegios en distintos espacios institucionales, sino también desde los aparatos de seguridad y castigo del Estado. La violencia es de género, es política, pero también es estatal. Estas violencias entretejidas, intersectadas, delimitan y se ejercen contra un blanco bien específico: mujeres, lesbianas, trans y travestis movilizadas, ocupando el espacio público, visibilizando reclamos.
¿Qué costos tiene la represión de las protestas transfeministas y la criminalización de activistas? Pues el efecto del 14%: limita la participación. Pero también refuerza estereotipos de género y, sobre todo, baja la calidad de la democracia. Todas estas violencias hacen que, en el debate público, las voces que expresan un universo social no estén representadas, ni tampoco sus intereses.
Estos casos destapan una olla. Si los miramos con detenimiento, queda a la vista tanto el uso de la represión policial para impedir la ocupación del espacio público y llevar allí reivindicaciones, como el uso intencional de la estructura judicial para perseguir activistas feministas. Los sectores del Poder Judicial que señalamos, más específicamente el sistema penal, enmarcan como delitos lo que son en realidad prácticas políticas. Eso que aparece tan revulsivo y condenable, que ocasiona respuestas tan disciplinantes, no es otra cosa que hacer tambalear el sistema patriarcal. Lo que tanto molesta es desafiar el estereotipo, habitar identidades no heteronormadas, ir en contra de la política sexual del confinamiento doméstico, apropiarse de las calles y de herramientas como la huelga y las pintadas. Desafiar la orden policial de despejar el espacio público y la expectativa social de permanecer en sus casas o espacios privados y no en las calles protestando.
De esto se trata la violencia política por motivos de género en manos de funcionaries estatales. El contexto, en todos los casos, fueron escenarios de reclamos políticos por parte de manifestantes que hicieron uso de herramientas de protesta para organizarse y expresar sus demandas: la huelga, la manifestación, las pintadas. No hay delitos, aunque de manera reiterada se asiente “resistencia a la autoridad” o “daños a la propiedad”; lo que hay es una lista extensa de reclamos y reivindicaciones por el derecho de las mujeres, lesbianas, trans, travestis y no binaries a vivir una vida digna y sin violencias.
La violencia política de género se ejerce desde el propio Estado y funciona entonces como una plataforma para la amplificación de la violencia machista, para disuadir de llevar reclamos a la esfera pública. Desde el acontecimiento que significó Ni Una Menos en 2015 a esta parte, muchas activistas feministas siguen insertas en el circuito de violencia que va desde el amedrentamiento y la represión policial hasta la persecución penal. Como contracara, los procesos judiciales iniciados para investigar a policías por su accionar ilegal en contextos de protesta son archivados o avanzan a cuentagotas. A casi seis años de la escena con la que arrancamos, la causa penal contra les funcionaries policiales que ordenaron y efectuaron las detenciones arbitrarias de Laura, Agostina y Natalia aún se encuentra en etapa de investigación.
*Este artículo pertenece a Latfem y es reproducido por Tiempo Argentino a partir de un convenio de publicación para difundir periodismo especializado y de calidad. Fue escrito por Agustina Lloret, Bárbara Juárez, Manuel Tufró, María Hereñú, Vanina Escales