Con varios proyectos presentados en los últimos dos años que buscan regular el derecho a la muerte médicamente asistida, la legalización de la eutanasia se perfila como el próximo gran tema a ser debatido socialmente.

El año electoral puso en pausa el tratamiento de un reclamo que se alza cada vez con más fuerza desde diferentes sectores, pero que resulta demasiado polémico para ser incluido en la agenda actual. Una vez finalizadas las elecciones, sin embargo, se espera que el tema cobre cada vez más importancia en el debate público y que avance en el Congreso el tratamiento de algunas de estas propuestas.

El reclamo por la legalización de la eutanasia no es un tema nuevo. Teniendo en cuenta las experiencias de países como Bélgica, Suiza o los Países Bajos (donde esta práctica es legal hace décadas), gobiernos como los de Canadá, Colombia y España votaron recientemente a favor de leyes para regular el derecho a morir.

En nuestro país, si bien las leyes contemplan la posibilidad de rechazar tratamiento médico y de redactar directivas anticipadas en relación con nuestra salud, las prácticas eutanásicas no están aún permitidas. No es extraño que así sea. El debate por la legalización de la eutanasia se acompaña de fuerte posiciones tanto en favor como en contra.

Con sectores que lo consideran un derecho fundamental de las personas y otros que lo consideran como un tipo de asesinato, la discusión acerca de su legalización (y su permisibilidad moral) suele presentarse como una decisión que debe tomarse entre estos dos extremos. Sin embargo, como suele suceder con cuestiones vitales como esta, la posibilidad de habilitar esta práctica requiere de un análisis más complejo.  

En el corazón de las discusiones sobre la posibilidad de poner fin a la propia vida se encuentra el derecho a la autonomía, esto es, la facultad de regir nuestra conducta de acuerdo con nuestra voluntad.

En el campo de la toma de decisiones en salud, este derecho (contemplado en la ley nro. 26529 conocida como “Ley de derechos del paciente”) ocupa un lugar central en los debates sobre cuestiones asociadas a las decisiones al final de la vida y apela a la autodeterminación y a la posibilidad de ser artífices de nuestra vida, incluyendo los momentos finales.

La noción de autonomía en salud fue fortaleciéndose en las últimas décadas como respuesta a las tradiciones paternalistas asociadas —desde tiempos de Hipócrates— a casi todo el espectro de las prácticas sanitarias.

Este cambio de paradigma produjo, entre otros cambios, una mirada diferente sobre la relación entre profesionales y pacientes y reanimó debates sobre los derechos al final de la vida. Sin embargo, como los feminismos lograron señalar con mucha precisión, no se trata de una noción que se encuentre libre de problemas.

La comprensión más extendida del derecho a la autonomía refleja una mirada liberal sobre los derechos individuales que presupone una concepción fuertemente individualista de las personas y está guiada por un ideal de autosuficiencia que parece desarrollarse en un “vacío” en el que no tienen lugar los afectos, las relaciones sociales, ni tampoco las emociones.

Esta mirada clásica sobre la autonomía, señalan los feminismos, tampoco se ajusta a la realidad de la atención en salud: frente a situaciones en las que se modifica la perspectiva futura de vida o se enfrenta la mortalidad de modo directo, el modelo “ideal” de agente autónomo (absolutamente racional, libre de emocionalidad y que en todo momento toma decisiones de manera estratégica) no parece existir.

Pero, más importante aún, esta interpretación de la autonomía no toma en cuenta de manera adecuada la profunda importancia moral que las otras personas tienen en nuestras vidas.

Ahora bien, el señalamiento de estos problemas no implica el abandono del derecho a la toma de decisiones autónomas, sino una revisión y reconceptualización de esta noción de modo tal que pueda escapar a estas críticas.

Así es como la bioética feminista da forma a la propuesta de la “autonomía relacional” que consiste en reemplazar el ideal de la persona autónoma pensada como sujeto aislado y abstracto, para dar lugar a una mirada de las personas como parte de los grupos sociales y concretos de los que forman parte.

Pensar la autonomía desde un enfoque relacional, implica dejar de ver a las demás personas simplemente como “obstáculos” a la hora de ejercer nuestro derecho a decidir y reconocer la importancia que las relaciones de cuidado e interdependencia tienen en nuestras vidas.

El enfoque relacional de la responsabilidad moral en la toma de decisiones en salud implica considerar que las acciones y las elecciones disponibles para las personas están siempre vinculadas a otras personas y que, en muchos casos, estas relaciones pueden potenciar nuestra autonomía en lugar de disminuirla (como parece implicar la mirada clásica).

Las decisiones al final de la vida no fueron tradicionalmente vistas como un problema feminista o como un problema de las mujeres (como sí lo es el derecho al aborto y otras prácticas asociadas con los cuerpos con capacidad de gestar).

Sin embargo, en relación con estos temas, los feminismos realizan un gran aporte en tanto no sólo consideran y tratan de dar respuesta a las problemáticas morales tradicionales relacionadas con la legalización de la eutanasia, sino que también arrojan luz sobre el impacto que estos debates tienen sobre grupos que son tradicionalmente marginados y cuyas voces no suelen ser incluidas en los debates.

Incorporar la perspectiva feminista al debate sobre la eutanasia es fundamental para dar lugar a un diálogo plural y representativo sobre las decisiones en relacionadas con el fin nuestras vidas.

La nota es parte de la alianza entre Tiempo y Ecofeminita, una organización aliada que trabaja para visibilizar la desigualdad de género a través de la elaboración de contenidos claros y de calidad.