La película comienza con la votación por la destitución de Dilma Rousseff: un literal River-Boca, para que se entienda entre los argentinos, un Flamengo-Fluminense, puede decirse en términos cariocas. En esa disputa que se sigue desde la calle con cánticos tribuneros, el diputado Jean Wyllys, del colectivo LGBT, manifiesta su vergüenza por participar de una “farsa conducida por un ladrón (quien preside la sesión), ideada por un traidor (Temer) y apoyada por torturadores (Bolsonaro)”; y la diputada Feghali le recuerda a Michel Temer que está sentado en el sitio que está sentado de manera ilegal (no sólo ilegítima), y les recuerda a todos la alianza gestada para derrocar a Dilma: un arco que va del traidor de Temer al torturador de Jair Bolsonaro, el actual candidato a presidente de Brasil. El ciudadano de a pie, que como en la antigua Polis, para serlo, debe tener un pensamiento político, quizá aún se pregunte por qué hubo un grupo que, pese a la evidencia en contrario, siguió viendo en la falacia sostenida en esa alianza, la posibilidad de destituir a Dilma.
El film no se ocupa de dar una respuesta segura. Trata de ser descriptivo, de seguir la máxima de que las cosas se cuentan solas, sólo hay que saber mirar. No parece la elección más acertada, y no sólo desde el punto de vista político, dado los resultados en Brasil y las circunstancias por las que atraviesa la región. Si no, y más problemático, desde lo narrativo. La exposición de posiciones, posturas, marchas y contramarchas que lleva el largo proceso pueden resultar datos importantes, pero en su acumulación de detalles exigen una necesidad de conocimientos de ciertas circunstancias histórico políticas que aleja de lo didáctico. Se acerca, sin querer, a la idea de que se trata de unos hombres (y mujeres) malos que atacan a una mujer (y hombres) buenos. Sin faltar a la verdad, es difícil explicar la historia -y más la política casi coyuntural- haciendo hincapié en los aspectos morales de las personas. Sin anclaje histórico en el pasado del Brasil, su historia de esclavitud y racismo de fuertes componente clasistas y lo que significó para las clases populares la llegada del PT de Lula al poder, se hace difícil escapar de ese cuasi maniqueísmo.
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Y así y todo el film consigue provocar algunos cimbronazos. Uno es la cantidad de mujeres que apoyan a Dilma desde la calle y dentro del Congreso; hace pensar el proceso en su contra era algo más que una reconfiguración capitalista. O que la reconfiguración capitalista incluía un apartado especial para mantener el sojuzgamiento de la mujer (el argumento de un golpe con tintes misóginos aparece en la defensa final de Dilma). Otro es lo revelador de las palabras de hija de Bolsonaro y una de las más activas impulsora del juicio político contra Dilma. Para los entusiastas de la causa abierta por Bonadio, da una buena clave de qué lo motiva: “Lo más importante aquí no es ganar el juicio, lo importante es lo que pasa durante el proceso”, dice Janaína Paschoal. Cualquier observador de los trámites que lleva Bonadio puede ver que hay mucho nombre y poca prueba; y como luego enseñará el legislador José Cardoso: quedarán los nombres, más no las pruebas.
El más revelador de todos esos cimbronazos, el que acaso sea el que sostiene con su conmoción todo el film, ocurre en la sesión del Senado en la que Dilma se defiende de las acusaciones con la compañía de Lula y Chico Buarque en el palco. Al explicar cómo se llegó a ese juicio, una Dilma casi cándida termina concluyendo que la vida es dura: como la fatalidad a la que se enfrenta una niña al descubrir que el juego al que la habían invitado a jugar, cambiaba las reglas sin previo aviso, Dilma parece estar en La canción de Alicia en el País (Serú Girán): “Quién sabe Alicia éste país/ no estuvo hecho porque sí/ Te vas a ir, vas a salir/ pero te quedas, ¿dónde más vas a ir?”. Más de un espectador podrá imaginar la misma inocencia de Dilma ante las torturas que sufrió al ser arrestada en 1970 por su activismo en contra de la dictadura militar. Y es difícil entender cómo quien vio las fauces del monstruo puede caer de nuevo en ellas. Tan difícil como ver que es algo que pasa más a menudo de lo que se piensa, como muestra el proceso político-económico actual en Latinoamérica. Pero es la misma Dilma quien enseguida ofrece una respuesta: es casi imposible no hacerlo, porque sólo con cierta recuperación de la inocencia se puede volver a creer que al encontrarse frente a la derrota, las clases dominantes respetarán las reglas de juego que ellas mismas impusieron; que aceptarán un gobierno popular; que entenderán que el bienestar de las mayorías puede redundar también en su beneficio, aunque no en su poder.
De hecho por esa inocencia que habilita a no abandonar la lucha, existe el próximo domingo: con Dilma destituida sin justicia, con Lula preso sin causa, el pueblo brasileño se las arregló para mantener viva la esperanza de volver a tener un gobierno que los represente. Tras de ella, la de toda una región.