En el libro «Otoños porteños. Historias del BAFICI en sus primeros 20 años», la cineasta Albertina Carri escribe que el BAFICI es «como el campo de mi abuela: es el lugar donde pasé las vacaciones de mi adolescencia. Donde me encontraba con mis primos y descubríamos el mundo». Habla de educación sentimental, refugio, insolencia, aprender por contagio. «Fue ese espacio de libertad y de descubrimiento el que forjó mi propio espacio de libertad para hacer películas».
Ese campo como espacio de encuentro, de libertad, de familia recuerda el final de Los rubios, que participó (y ganó algunos galardones) en la quinta edición del BAFICI: un amanecer, los primeros acordes de una versión de Charly García del tema Influenza de Todd Rundgren, mientras Carri junto al equipo de la película se calzan pelucas rubias para caminar juntos por el pasto verde del campo, uno al lado del otro, de espaldas a la cámara, hacia el horizonte. La crítica cinematográfica escribió mucho en aquellos años sobre esa nueva familia, la elegida. «Los rubios» es una película incómoda e insolente sobre la ficción de la memoria y no sobre los padres de Albertina Carri: Ana María Caruso y Roberto Carri, dos intelectuales y militantes montoneros desaparecidos en 1977; no es sobre su vida, su lucha, sus compañeros, ni sobre el destino de sus cuerpos, tampoco sobre su generación.
La familia es uno de los temas de su obra, de un modo u otro ha persistido en su cine como búsqueda y exploración, ruptura y nuevos ensamblajes. En Los rubios, Géminis(2005), La rabia (2008), en Cuatreros(2017) y ahora también en Las hijas del fuego (2018) que tuvo su estreno mundial en la Competencia Argentina de la vigésima edición del BAFICI. Como en Los rubios, en el transcurso de la película se conforma una nueva familia: aquí, la de un grupo de mujeres que se eligen y conforman una cofradía sexual libre.
Carri se aferra a la reflexividad como modo de creación. «Las hijas del fuego» es así una road movie porno lésbica en la que primero una, dos, tres mujeres y más se van sumando a una travesía sexual a la vez que desde la voz en off se piensa el porno y su representación de los cuerpos. En «Las hijas del fuego» como en el cine porno el sexo explícito es una ebullición permanente; hay muchas situaciones, desde la masturbación hasta la orgía, poses y elementos, que ponen en escena una diversidad de cuerpos femeninos como territorio de deseo y libertad. Como narra en algún momento esa voz en off «el goce es irrepresentable». Sin embargo, la película asume el desafío: el goce está no tanto en los rostros como en los cuerpos, Carri se toma el espacio y tiempo necesario en cada escena para mostrar la construcción y climax del encuentro de los pechos, las manos, los muslos, los labios.
La película desafía al espectador a permanecer atornillado a la butaca del cine durante casi dos horas, conteniendo el deseo, mientras un sinfín de mujeres desnudas gozan frente a cámara. «Las hijas del fuego» va construyendo un in crescendo de sexo: una escena en la que una mujer se penetra con un consolador; otra de una pareja de mujeres en la cama, hay penetración, goce, orgasmos; un trío y el comienzo de un viaje por las rutas del sur argentino. En la película hay amor, también. Mucho. Pero no en el sentido del amor romántico. Ese grupo de mujeres demostrarán que pueden amarse y amar un sinfín de mujeres con las que compartirse.
Como en «Los rubios», Carri apuesta en «Las hijas del fuego» a la subversión de las formas del cine. El cine es su campo de batalla, donde ensayar una mirada, una serie de cuestionamientos, para la memoria, la familia, el porno, el feminismo y lo queer también.
El cine de Carri siempre estuvo presente en el BAFICI, y por eso también era importante su presencia en el libro aniversario. Pues como escribió Carri son familia, otra, como el cine, como las películas. «Las hijas del fuego» programada en una sección central competitiva reconfirma esa relación entre el festival y la obra de Carri como espacios de libertad irreverente.