Lo primero que hay que advertir al público es que se trata de una película de Oliver Stone. Para el que no haya visto nada de su filmografía, hay que decir que es un director norteamericano del siglo XX, algo que se puede traducir como un realizador que, como todos los de su tiempo y espacio, creían, como la nación toda que los había parido, en el valor de héroes individuales: eran ellos, con sus arrestos de valentía, los que en última instancia, cuando el sistema se corrompía, lo combatían con éxito y así provocaban que retomara su bondadoso curso. El curso era, por supuesto, fomentar individuos como los que lo habían salvado.
La filmografía estadounidense al respecto es enorme. Ninguno de sus grandes directores escapa a ese horizonte ideológico. Incluso los más pesimistas o críticos. El mismo Stone ha dejado una buena: como ex combatiente de Vietnam, se preocupó por rescatar lo perenne de los valores que dieron origen a la gran nación pero que unos inescrupulosos ponían en juego, especialmente cuando se trataba de políticos o fuerzas armadas.
Snowden tiene ese tono. Y eso es lo que molesta. El Snowden real, que aparece al final del film y de esa manera avala el relato que sobre su histórica revelación hace Stone, parece feliz con ese lugar que muchos le asignan y que una parte de la literatura y la academia norteamericana (pequeña pero en crecimiento) le critica: no son los individuos los que cambian un sistema, sino la acción colectiva o los procesos que más de una vez se producen fuera de esos sistemas, y por su falta de predicción tienen resultados letales. Lo demás, lo que hace Stone, aunque de otra manera, es fomentar el sistema que se dice criticar.
Así y todo, el film resulta altamente didáctico sobre cómo funciona la política (y otro tipo de cuestiones) actualmente, modo al que la Argentina no escapa. Como nadie es perfecto, la posibilidad de recolectar toda la información sobre una persona dota de un poder de manipulación que no cuenta con antecedentes históricos. Todo el mundo tiene algo que prefiere mantener en secreto, ya no por la vergüenza que le puede provocar, sino por el dolor que a otros puede ocasionar. Ese poder se complementa con el de hacerle creer a la víctima que, si da lo que le piden, la dejarán en paz. Y nunca sucede. Lo mismo que las promesas de los que dicen que acabarán con ese sistema, club del que, según la película, Obama parece ser el socio fundador. Y lo es porque fue el que más enfáticamente prometió acabar con él. Las lecturas sobre las consecuencias que ese incumplimiento tiene sobre la actualidad de su país hoy, corren por cuenta del lector.
Y pese a exponerlo con esa gran capacidad pedagógica que siempre lo caracterizó, Stone no ve en eso un sistema. Ve malos usos de herramientas. Con lo crítico que fue del capitalismo, no ve que el capitalismo es condición de posibilidad de ese sistema de vigilancia y control, como lo fue de los totalitarismos en el siglo XX. En su defensa hay que decir que no está solo: una mayoría abrumadora cree lo mismo; supone que siempre habrá un (o muchos) Snowden, a diferencia de ese señor que soñaba con miles de Vietnam. Stone es uno más de los que sigue creyendo en los Snowden sin percatarse que son los Snowden los que construyen ese mundo que se condena.
Snowden (Francia, Alemania, Estados Unidos, 2016). Dirección: Oliver Stone. Con: Joseph Gordon-Levitt, Melissa Leo, Rhys Ifans, Shailene Woodley, Nicolas Cage, Tom Wilkinson, Joely Richardson, Timothy Olyphant, Scott Eastwood, Ben Chaplin y Zachary Quinto. Guión: Kieran Fitzgerald y Oliver Stone, basado en el libro de Anatoly Kucherena y Luke Harding. 134 minutos. Apta para mayores de 13 años.
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