Dios nos odia a todos. Slayer se separa. La noche del domingo 29 de septiembre se despide de Buenos Aires y hay clima pesado de velorio en el Luna Park. A las 21, la hora anunciada para el inicio del funeral, las calaveras y cuatro cruces –obviamente– invertidas proyectadas sobre el telón, dan paso a la pompa fúnebre de Tom Araya, Kerry King y compañía. Antes de los primeros acordes de “Repentless” no hay saludos cordiales, pésames, ni mucho menos algún “que en paz descansen”. ¿Alguien lo esperaba? Entonces estalla un réquiem extremo, furioso y aún aterrador. La banda de sonido para el último viaje hasta el Hades con los cuatro barqueros del thrash metal. Hagan cuernitos y tomen una bocanada postrera de aire fresco. Nos dirigimos al infierno. Va a estar encantador.
En el campo, una legión de desquiciados, ataviados de estricta etiqueta negra y tachas, empieza a sacudirse duro y parejo. Una batalla cuerpo a cuerpo llena de codazos, mosh y revoleo de cabezas a un ritmo demencial. ¡Ojo con ese mastodonte con remera de Kreator que te tira el acoplado entero encima! Cuando explota “World Painted Blood”, el choque de humanidades es furibundo, colérico, pero también noble y leal. Incluso feliz.
Con “Postmortem”, primer “hit” de la noche –si existe tal concepto para estas sinfonías de la destrucción–, Slayer tira una patada voladora al pecho digna de Ruggeri y te empuja de regreso al lejano 1986. El año que parieron, de la mano del barbudo Rick Rubin y en plena era del conservador neoliberal Ronald Reagan, esa perla negra bautizada Reign In Blood. Menos de treinta minutos de riff furiosos y letras oscurísimas llenas de sarcasmo que los coronaron como la banda más pesada del planeta Tierra y todos sus inframundos. Lo seguirán siendo hasta el último de sus días. De los otros tres grandes del thrash –Metallica, Anthrax y Megadeth, por si hace falta recordarlos– solo queda la evocación de los años en que se daban una vuelta por el lado salvaje.
Pasan “War Ensemble”, “Discipline” y “Chemical Warfare”. Saltando con el cuerpo en llamas, quemado como por napalm, te das cuenta que Slayer nunca defrauda. Te pueden defraudar tus viejos, tus amigos, tu novia… pero nunca Slayer. Aunque Dave Lombardo (reemplazado por el amigo de la casa Paul Bostaph) ya no esté atrás del doble bombo, aunque a Jeff Hanneman (en su lugar está Gary Holt) le haya robado la vida una araña venenosa, la banda sigue siendo una aplanadora conducida por el ideario del mismísimo Satán.
Cuando suena “Season In The Abyss”, Araya te pide que cierres los ojos, que mires en las profundidades de tu alma. Por ahí tu mente te lleva hasta la Gran Pirámide en Gizeh, aquel video con los beduinos desequilibrados corriendo con camellos y caballos. “Y te volvés loco, loco”, te zamarrea el bajista nacido en Viña del Mar, Chile.
¿Querés más? Preparate. “Hell Awaits” hace tambalear la Catedral de Buenos Aires. Ni los rezos del cardenal Poli y del Papa Francisco que llegan desde el Vaticano logran exorcizar las guitarras endemoniadas del pelado King y su escudero Holt. Ningún Vade Retro.
Casi al final, te das cuenta de que la piba del pronóstico del tiempo no la pegó de nuevo. Con “Raining Blood” se larga un temporal de aquellos, con el cielo teñido de rojo shocking y la gente bailando una danza de la lluvia rabiosa y ancestral.
“Angel of Death” decreta el peor final. Ese momento en el cual notás que la pesadilla es de carne y hueso. Ese minuto en que Araya contempla desolado al público y te dice que hasta acá llegaron. Ese instante en el que comprendés que Dios nos odia a todos.
-Slayer en el Luna Park. 29 de septiembre. Show despedida.