Desde que empezó a tocar hace más de 30 años con Los Caballeros de la Quema, quizás por curiosidad, y tal vez, también, porque lo ofuscan las etiquetas, Iván Noble se dedicó a hacer bastante más que canciones. Y así, el autor de «Avanti morocha» se animó a la actuación (como en la película de Raúl Perrone Peluca y Marisita, o en tele, en 099 Central); a la conducción de radio y su sucedáneo, el podcast (tanto en AM Del Plata como en la plataforma Compartir Cultura); e incluso a la literatura (editó los libros De tal palo-¡Basta de escribir novelas!, junto a Washington Cucurto, y en solitario, Como el cangrejo, bitácora emocional de gira). Si bien es evidente que lo suyo es estar activo, Noble no pudo escapar a los signos del tiempo, y además de su gimnasia cotidiana como tuitero, este año pospandémico lo encuentra encarando unos cuantos proyectos más que en los antecesores. Por lo pronto, sigue presentando su último disco, El arte de comer sin ser comido; conduce el programa Fulanos de nadie en radiokamikaze.com.ar, y hasta hace semanas fue parte del jurado del reality de Telefe Gran Bartender. Un récord interesante para quien, a los 54 años, dice sentirse más cerca de un hermitaño campestre que de un rockstar desenfrenado.     

–Cuando eras un muchacho del oeste, ¿para patear la ciudad preferías llegar rápido en tren o inmolarte en un bondi de tres cifras?

–Siempre fui un joven habitué del Tren Sarmiento.

–¿Ventana y walkman?

–¡Totalmente!

–¿Qué pasa en los barrios en los que parece que no pasa nada?

–Pasa la vida, pero no me siento hoy con autoridad para hablar de los barrios. Hace mucho que no estoy en una vereda de noche, que no ando a los besos en las placitas o juego al fútbol en el potrero… No sé en qué andarán los pibes ahora, pero siempre están sucediendo cosas, siempre hay un caldo.

–¿Dónde escribís las canciones, en la computadora o en papel?

–Siempre las escribo en papel. Es más, voy armando como esqueletos, en distintos papelitos. Otras cosas sí, las armo en la compu, pero me cuesta mucho.

–Y a la hora de leer, ¿te animás a un lector digital o usás el teléfono? 

–No, libros de carne y hueso.

–¿Nunca un PDF?

–No, jamás en mi vida, pero no es una toma de posición ética ni mucho menos, me gustan mucho los libros y los sigo comprando físicos.

–¿Qué tiene Twitter que no tengan las otras redes?

–Sarcasmo, pero eso es cada vez más barato. No me acuerdo quién decía que el sarcasmo es como el atajo a la inteligencia, porque es mucho más fácil ser sarcástico que inteligente. Por ahí, lo más divertido que tiene Twitter es lo más miserable.

–¿Es verdad que el diablo sabe más por viejo, o es un mero consuelo para minimizar el dolor de rodillas?

–No sé, pero parafraseando a Mark Twain, «del Cielo prefiero el clima, del Infierno, la compañía».

–¿Y la pandemia te enseñó algo o eso también fue una treta para vender harina y que hagamos pan?

–No podría decir si me enseñó, estrictamente. Pero si uno quisiera encontrarle algo bueno a esas circunstancias, digamos que acomodaron un poco el kiosko de las prioridades y de las cosas esenciales. Ese viejo axioma de que menos es más, se comprobó bastante.

–¿Qué es lo más difícil de criar a un adolescente?

–Estoy debutando en eso, porque podríamos decir que este año mi hijo arrancó también como adolescente, en el sentido de que empezó a salir solo, a tomarse colectivos, etcétera. Lo más difícil es perder el pánico o, mejor dicho, no transmitírselo a ellos.

–¿Y qué crees que será para él lo más difícil de tener un padre como vos?

–¡No sé, te juro que te pasaría su teléfono para que le preguntes! (risas) Ojalá que sean pocas cosas, y a la larga, allá lejos, dentro de un tiempo, esté contento con el padre que tuvo.

–¿Hay alguna estrategia que les hayas criticado a tus viejos, jurando no repetirla, pero que ahora te das cuenta de que estaba buena?

–Yo no tengo muchas cuentas pendientes con mis viejos, al contrario… No tengo facturas grandes para reclamarles, sino más bien cosas para agradecer. No sé qué manías de crianza conservé, pero la paternidad es todos los días, como diría Carlitos Balá, «se demuestra andando».

–¿Y respecto a las nuevas modas para mapaternar? ¿Intentaste alguna?

–La batalla más grande es la de la comunicación. Yo soy de una generación que todavía piensa que tenemos menos distancia generacional con nuestros hijos que la que tenían nuestros padres con nosotros: que nuestra comunicación es más fluida, más fácil y más compinche. Pero eso es así a veces, y a veces no. La batalla más grande es contra el mundo digital y las pantallas.

–¿En qué sentido?

–En lograr que mi hijo vaya descubriendo otros entusiasmos, lo que sea. Si quiere ser hombre rana, alpinista, o hacer música, ser mochilero, mecánico, que lo sea, no importa qué haga, pero que haga algo que lo entusiasme. Es lo que más me urge, y a veces siento que con su generación es difícil saber qué carajo les gusta o qué carajo piensan de las cosas.

–¿Cuándo fue la última vez que te pusiste un traje?

–El año pasado, para un acústico que hicimos por streaming con Los Caballeros de la Quema en el Café Tortoni.

–¿La última pilcha en el mundo que te pondrías?

–¡Mocasines!

–¿La decepción más grande los últimos tiempos fue…?

–Algún partido de Boca, seguramente… (risas)

–¿La gran esperanza de la humanidad es…?

–Te voy a hablar de mi esperanza: morirme muy de viejo, pero inmediatamente, sin ningún tipo de agonía.

–Casi sin darte cuenta.

–Exactamente.

–¿Algún objeto que te haya generado algo parecido a la dependencia?

–El teléfono, desde luego. Es así, por más que uno no lo quiera. El Aleph de nuestras vidas está ahí.

–¿Qué faena doméstica te sale particularmente bien?

–Casi ninguna, pero podría decirte que en lo único que puedo más o menos defenderme, es haciendo un asado.

–¿Un placer nimio o simple?

–¿Querés decir el más ramplón?

–Eso.

–Tomar mate, en patas, debajo de mi árbol favorito, cada vez más temprano. Si me desvelo o no me acuesto muy tarde, me gusta a las siete de la mañana estar tomando mate ahí, como si fuera un gaucho de Larralde mirando la lontananza.

–¿Un miedo pavote?

–La verdad es que colecciono cada vez más neurosis. Y el único miedo que tengo (que no deja de ser tonto porque no hay manera de evitarlo, por su omnipresencia, y menos a medida que pasa el tiempo) es el miedo a morirme. «