Es actriz, humorista y una trabajadora de la radio y la televisión. Nació en Córdoba, pero se vino a la capital a los 18 años, sin saber muy bien qué iba a hacer de su vida. Y así, encontró en el monólogo y el teatro de variedades una manera de expresarse. Primero en lugares pequeños, hasta que un día llegó al Maipo, el escenario desde el cual fue conquistando a un público propio. Esa misma lucidez y rapidez para reflexionar que cautivaba en sus presentaciones la acercó a los medios: hoy es parte de El club del Moro en La 100, y además integra el staff de Cortá por Lozano en Telefé, el canal donde también participa en los debates y las galas de Gran hermano. Por estos días, se sube al escenario del Teatro Premier para protagonizar Costa presidenta, la obra que dirige Roberto Peloni, en la que la acompañan nada más ni nada menos que Los Macocos, y donde ella juega a imaginar cómo sería llevar la investidura más importante de la República.
–Sos de Córdoba, pero no tenés mucho acento. ¿Por qué?
–¡No sé! Soy de Córdoba capital y buena parte de mi infancia pasó en Río Tercero, pero bueno… Con un par de fernets creo que ya empiezo a patinar cuando hablo, seguro (risas).
–¿Cómo recordás tu infancia?
–Fue solitaria, mirando mucha tele. Por mi peso, por mi identidad de género, no tenía amiguitos. Nunca encajé demasiado ni fui muy sociable. Tampoco me sentí muy aceptada ni muy querida en ningún círculo. Todo el día era estar frente a la tele, o en mi mundo. Jugando a la novela, obvio. Me armaba unos dramones que para qué decirte. Pero claro que tengo recuerdos hermosos.
–¿Cómo cuáles?
–Cosas cotidianas, en familia, de mi padre, de compartir con mi mamá. Yo en casa no sufría, pero afuera sí, muchas veces era excluida. Mi refugio era la televisión
–¿Qué mirabas en la tele?
–Soy muy de Canal 9, no había otra cosa en casa. Era ver a Mirtha en el almuerzo, las novelas de Luisa Kuliok más tarde y Nuevediario. También veíamos Yo me quiero casar y usted, o Grandes valores del tango. Toda esa onda.
–¿Alguna anécdota de tu infancia que te traiga nostalgia?
–Ahora que lo decís, me acuerdo de una situación. Mi vieja es costurera, laburó siempre en casa. Una vez llovía mucho, se había inundado todo y me costó un Perú volver… Me acuerdo que llegué toda mojada y mi vieja me estaba esperando con su plato estrella: bifes con salsa. Nada raro, es carne con ajo y puré de tomates. Pero me acuerdo cómo me reconfortó ese aroma, fue como un abrazo apenas entré, toda empapada.
–Como un mimo…
–Exacto, era una sensación de que había amor, alguien que te espera, que te cuida. Que tenía un hogar a pesar de todo lo dura que es la vida. Como cuando volvía del colegio y escuchaba desde la vereda la música que estaba sonando adentro.
–¿Qué se escuchaba?
–Tango y folklore. No había democracia musical en casa. Yo, de pura rebeldía, mechaba a Valeria Lynch, para actuar de mujer sufrida. También sonaba mucho Horacio Guarany, Mercedes Sosa, los Tucu Tucu, Los Cantores de Quilla Huasi… Mi papá cantaba muy bien. Y de los tangueros, escuchábamos a Jorge Falcón, Adriana Varela, Julio Sosa, y obvio, Gardel. Recién conocí otras cosas cuando me vine a vivir a Buenos Aires.
–¿Cómo fue ese primer impacto?
–Vine primero a la ciudad a los 6 años y supe que quería vivir acá. Sentí que era un lugar donde no les importaba tanto el otro, que podía ser más anónima, más libre. Pero después no resultó tan así. Eso depende de una. Pero me pude hacer un lugar y colaborar para seguir abriendo caminos, para que las que vengan no sufran tanto. Y eso me pone contenta.
–¿En qué momento pensaste que ibas a dedicarte a esto?
–La verdad es que nunca lo imaginé. Me di cuenta un día, en Mar del Plata, cuando ya había arrancado a hacer shows, pero ni a palos lo pensaba como medio para vivir.
–¿Y entonces qué pasó?
–Había empezado a hacer cosas tipo stand up, y la gente iba. Yo trabajaba más de asistente en espectáculos de transformistas, o en obras teatrales, ayudando como actor cuando necesitaban. Pero alguien, después de una función, me preguntó si yo me daba cuenta de lo que generaba en la gente, cómo me aplaudían.
–¿Y eso te hizo abrir los ojos?
–Sí, me di cuenta de que las risas me las ganaba, que los aplausos me los merecía. A partir de ahí, me puse a laburar sabiendo que no me iba a bajar más del escenario.
-¿Y entonces?
–Seguí en el teatro under, y hasta llegué incluso a trabajar con el grupo Caviar, fundado por Jean François Casanovas. Pero el éxito se dio solo; primero el llamado del Maipo, y después, ya vino la radio. Al final no pasó lo que esperaba.
–¿Y qué que esperabas, entonces?
–La desolación, el fracaso, la soledad. Yo siempre fui muy dramática, como las novelas de la tarde que miraba en casa, el fiel reflejo. Me encantaba ser la dramática. Eso era lo que yo me creía. Pero sin darme cuenta, al final creé una manera divertida de mirar al mundo.
–¿Cómo elegiste tu nombre artístico?
–Cuando empecé, yo decía el nombre del DNI, el que me pusieron: Gonzalo Costa. Me sentía cómoda, pero a su vez impactaba, porque después salía yo, toda pintada. Más adelante, a partir de que Santiago del Moro me convocó para el programa Mañanas campestres, me rebauticé y ahora uso solamente el apellido de mi padre.
–La radio fue clave, ¿o no?
–Sí, me hizo realmente conocida. La radio me permitió ser una voz; yo estaba ahí por mis ideas, por mis pensamientos, por mi historia, por mi simpatía. Más allá de la popularidad explosiva, fue un lugar de reparación. Es lo que busqué toda la vida: que la gente me escuche por lo que yo pienso y siento. El micrófono me acercó a miles y miles de personas.
–Tuvo un significado profundo, entonces.
–Sin dudas me ayudó. Fue un proceso que tuvo su tiempo y se fue dando naturalmente, sin presiones. La radio me permitió desarrollarme desde la palabra y no desde lo estético. «