Los siete samuráis, de Akira Kurosawa (1956)

Primera de este puñado de superclásicos del cine. En el Japón del siglo XVI, una aldea de campesinos es frecuentemente atacada y saqueada por una banda. Como si se tratara del Lejano Oeste que en la cronología histórica viviría luego Estados Unidos -aunque en la cinematográfica ya lo hacía-, Akira Kurosawa cuenta esta historia en la que los pueblerinos, aconsejados por el anciano de la aldea, se van a la ciudad en busca de un grupo de samuráis para protegerlos. Tarea nada sencilla, ya que la crisis del régimen medieval llevó al oficio de samurái al desprestigio en Japón, y lo que quedan son más bien los llamados ‘ronin’: hombres empobrecidos de clase baja que venden su talento con la espada al mejor postor; por comida y techo harán la tarea de vigilancia que se les pide. Encabezados por Toshiro Mifune (quien se convertiría en el actor fetiche de Kurosawa) en esa tarea, recuperarán el sentido de justicia, del honor, del deber y la excelencia de ser un guerrero. Un raprendizaje que metaforiza a las generaciones que llevaron a Japón a la Segunda Guerra, y luego de la humillante y desastrosa derrota que terminó con dos bombas atómicas en sus ciudades, tienen que encontrar la manera de rehacer sus vidas y encontrarles un nuevo sentido.

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El séptimo sello, Ingmar Bergman (1957)


Max von Sydow, Gunnar Björnstrand, Nils Poppe, Bibi Andersson, Bengt Ekerot, Gunnel Lindblom, Maud Hansson y Ake Fridell conforman el elenco de este clásico contemporáneo al de Kurosawa, que no por casualidad se ubica en el mismo tiempo histórico: los países que atravesaron la Segunda Guerra asisten perplejos a la conmoción que implica una recuperación económica meteórica, acompañada de un desinterés por los temas existenciales, entre ellos, la muerte. Así, Bergman ubica su historia cuando Europa es asolada por la llamada Peste Negra (ninguna región del mundo fue tan afectada por la epidemia de la peste bubónica). Allí, luego diez años de combatir en las Cruzadas (de cuya inutilidad daba cuenta como nadie esa peste), el caballero sueco Antonius Block, que regresa de Tierra Santa junto a su leal escudero, se encuentra con la Muerte. No una alegórica o que se presenta a través del peligro, sino una corporizada, que le propone decidir su suerte en una partida de ajedrez; con la esperanza de conseguir las respuestas a las preguntas que lo atormentan ( sobre todo dos: el sentido de la muerte y la existencia de Dios), Block acepta el desafío.

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Los cuatrocientos golpes, Francois Truffaut (1959)

Los dilemas existenciales de la posguerra de la Segunda Guerra le dan paso a los temas sociales. Porque si bien el Neorrealismo Italiano había dado cuenta de los estragos que dejó la contienda en el tejido social (por ejemplo, con las fantásticas Ladrón de bicicletas, de VIttorio De Sica, o Alemania año cero, de Roberto Rossellini, ambas de 1948), sus directores venían de la preguerra, a diferencia del realizador de este film que inaugura la llamada Nouvelle Vague. De ahí también su distinción: lo que aparece es una mirada mucho más igualitaria, en el sentido de quien no mira un fenómeno ajeno, sino uno que le compete y lo interpela. Así, con Jean-Pierre Léaud (quien se convertirá en su actor fetiche), Claire Maurier, Albert Rémy, Guy Decomble, Georges Flamant, Patrick Auffay y Jeanne Moreau, el joven Truffaut arma la historia de Antoine Doinel, un chico de 12 años que convive con las peleas cotidianas -y muchas veces violentas- de sus padres. Ante esa cotidianidad, un día, asustado por un posible castigo por un problema escolar, huye de su casa. El film del que nuestro Leonardo Favio se hará eco en Crónica de un niño solo, expone el tema de la delincuencia juvenil como un fenómeno del conjunto social, y no de la acción individual. Eso que hoy para una buena parte de la sociedad es algo bastante evidente, en su momento fue todo un cimbronazo para el público, lo mismo que el tratamiento visual (con su último y fantástico travelling sobre la playa), que junto a Sin aliento (Jean Luc Godard, 1960) abriría una nueva era en el cine.

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La Dolce Vita, Federico Fellini (1961)

El periodista Marcello Rubini que interpreta, con la maestría de siempre, Marcello Mastroianni, resulta una especie de lado B del Antoine de Los 400 golpes: tanto los problemas de integración del muchacho como los del vacío existencial del periodista resultan del entramado social y no de las características personales de los individuos. Así es que Rubini, buscando celebridades por Roma, lleva al espectador a un tour por la insatisfacción: las fiestas nocturnas de la burguesía son una oda al vacío. Hasta que un día se entera de que Sylvia (Anita Ekberg), una célebre diva del cine, llega a la capital italiana; y en busca de la noticia con la que dar el batacazo en su profesión, Marcello la intercepta. El amor como una vidriera de exhibición y ascenso social tiene su gran presentación mundial con esta hermosa película de Fellini. De aquí en más, el flechazo entre dos, la conquista, ya no será un asunto privado -cuya máxima exhibición era el matrimonio-, sino uno a mostrárselo al mundo, no sólo para compartir la felicidad, sino también para despertar toda la envidia ajena posible. Una vida que sólo es dulce si todo el tiempo se está enamorado.

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El ángel exterminador, Luis Buñuel (1962)

La cosa se empieza a poner espesa y el encanto vital de La Dolce Vita empieza a mostrar sus aristas más conflictivas. En una alegoría sostenida en su sensible mirada sobre la sociedad, Buñuel expone cómo a la burguesía empieza a gustarle nada el ascenso social y el bienestar que empiezan a ganar las masas obreras. Su cuentito protagonizado por Silvia Pinal, Enrique Rambal, Jacqueline Andere, José Baviera, Augusto Benedico, Claudio Brook, César del Campo y Antonio Bravo, dice que después de una cena en la mansión de los Nóbile, los invitados descubren que, por razones que no entienden, no pueden salir del lugar. La situación se prolonga durante varios días, y la cortesía del inicio da paso al maltrato y también a la brutalidad. Los afables y modositos burgueses del principio comienzan a mostrar su lado más oscuro, que los acerca tanto al dicho de que no hay peor facista que un burgués asustado. Una alegoría que también es anticipatoria de los tiempos que vendrán, de una conflictividad social que casi nadie preveía, pero que no pasaría desapercibida a la aguda mirada de Buñuel.

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