Para el imaginario de la Argentina blanca, los italianos que llegaron en la gran oleada migratoria de la Argentina del Centenario fueron la esencia del inmigrante que puso todo por sacar adelante esa patria nueva a la que llegaba con la ilusión del progreso. Trabajando de sol a sol, sacrificándose por su familia, sin protestar, poniendo el hombro. La representación viva del gringo que se deslomó para tener un futuro en una tierra que prometía ser una gran potencia, un vergel próspero, el granero del mundo, pero que, por obra y gracia de la negrada, los políticos y la corrupción, se quedó en eso, en la promesa y la nostalgia de un futuro que nunca llegó.
En esa leyenda rosa del inmigrante laburador que llegó con una mano atrás y otra adelante, escapando de la pobreza que en ese momento asolaba Italia (o España o el origen que corresponda), falta siempre lo colectivo. Esos inmigrantes, campesinos pobres y obreros en su inmensa mayoría, no llegaban mansos y dispuestos a agachar la cabeza ante los poderosos de la nueva tierra. Trajeron los sindicatos, el anarquismo, el socialismo, las cooperativas y las mutuales, fueron el núcleo del naciente movimiento obrero argentino. Para ellos, además de la tierra de promisión, estaba la deportación por motivos políticos que promovía la ley de residencia, las cargas de los «cosacos» sobre las manifestaciones obreras, la explotación en fábricas, obrajes y estancias, la represión. Es decir, lo mismo que reciben los pobres y los trabajadores ahora, en el pretendido retorno a esa vieja senda de progreso. Muchos de ellos, también migrantes, pero más oscuritos.
Ambas visiones comparten, sin embargo, la pobreza y el trabajo como punto de partida. Los inmigrantes que dejaban la Italia de fines del siglo XIX y principios del siglo XX eran la población sobrante de un modelo de país que no tenía lugar para todos, una unificación traumática que significó, más que nada, la conquista del Sur por el Norte, una industrialización que para poder llenar las fábricas de obreros debió destruir la economía campesina, como en todos lados donde se impuso el capitalismo industrial. Los migrantes, en aquel momento y ahora, abandonan su cultura y su tierra por un país desconocido. No por turismo, sino para trabajar. Pobres italianos expulsados por el hambre de la aldea o la fábrica, africanos que huyen de la sequía y la guerra, o bolivianos, peruanos y paraguayos que quieren vivir mejor.
Pero también hay algunas excepciones, italianos que no vinieron a trabajar sino a hacer grandes negocios a costa del Estado bobo que la Argentina supo construir desde la segunda mitad de los años ’50. Migrantes que no huían precisamente de la pobreza, y que más que una mano atrás y otra adelante tenían (tienen) una gran mano para los negocios millonarios y fáciles. Dos de esos tanos se reunieron en los Estados Unidos para ofrendarle a Trump lo que el excéntrico presidente de los Estados Unidos promocionó en su campaña: que las industrias vuelvan a producir en América y reconstruyan su tejido productivo y laboral. Para eso, Mauricio Macri, hijo de Franco, el migrante, fue a cortar la cinta junto con Paolo Rocca, el mandamás de Techint. Ambos, el grupo Macri y Techint, dos de los más poderosos grupos económicos de la Argentina, fundados y encabezados por italianos que no responden al imaginario del tano que vino a hacer la América. Pero quizá algunos de los pocos que lo lograron.
El hombre qualunque
Como lo explicó Horacio Verbitsky en varios artículos en el diario Página/12, el fundador de la dinastía Macri no era un albañil que vino a deslomarse trabajando a la Argentina sino un empresario con lazos con el fascismo gobernante en la península hasta la Segunda Guerra Mundial y con la mafia de su región de origen, Calabria, conocida como «Ndrangheta». Giorgio Macri, el abuelo del presidente, era un empresario de la construcción que hacía obra pública para el Estado italiano, no por casualidad el negocio que montó su hijo Franco y que le permitió erigir el emporio empresario que ahora, encarnado por Mauricio, se encuentra a la cabeza del gobierno argentino. El abuelo Giorgio, de acuerdo con el periodista, formó parte de un extraño experimento político en la Italia de la posguerra, el partido del hombre común, en italiano LUomoQualunque, un intento de expresar a un supuesto ciudadano medio que no era ni fascista ni antifascista, que trabajaba y vivía prescindiendo de la política. Un votante despolitizado al que le molestaban los extremos, pero especialmente le temía a la izquierda. El partido era encabezado por un tal GuglielmoGiannini, y no tuvo el éxito de su émulo argentino, el PRO. El hombre común era, de alguna manera, el que le había dado consenso social al régimen fascista, pues solo a esta clase de indiferentes les podía molestar el antifascismo que surgía con fuerza de la resistencia de los partisanos y de los partidos democráticos que tomaron el poder a la caída de Mussolini. Bastante parecido al perfil de algunos adherentes al gobierno argentino actual, que salen a defender la democracia para que se parezca lo más posible a una dictadura.
Así como Franco Macri no vino a trabajar en la construcción, tampoco Agostino Rocca, el fundador de Techint, vino a la Argentina a ser obrero fabril. También con experiencia en la industria vinculada al Estado mussoliniano, el abuelo Agostino llegó a la Argentina en la sugestiva fecha de 1945, y pronto edificó una industria que, también, era proveedora del Estado. En este caso, en el marco del proceso de sustitución de importaciones del primer peronismo, pero en lo sucesivo con un crecimiento, ya con sus sucesores, en el período dictatorial. El gran despegue fue la privatización de Somisa en el menemismo, otrora orgullo de la Argentina industrial.
Il compagno Paolo
El actual presidente del grupo Techint, Paolo Rocca, nieto de Agostino y nacido en Milán, es aún recordado en los ambientes universitarios de su ciudad de origen. Una anciana profesora de Sociología lo recuerda como «il compagno Paolo», que en los años setenta se instaló en la Argentina, y que junto con numerosos jóvenes universitarios militaba en una organización de extrema izquierda, Lotta Continua (Lucha Continua).
Lotta Continua fue una de las organizaciones políticas de la izquierda surgidas del ’68 italiano, mucho más radical y obrerista que el ’68 francés. Fundada por Adriano Sofri, LC fue un grupo radical que desarrolló un aparato organizativo mayormente clandestino y con mucha presencia en el movimiento estudiantil, que trataba también de influir en el movimiento obrero. Si bien LC no fue un grupo que adoptó abiertamente la lucha armada como las Brigadas Rojas, se manejó con cierta ambigüedad en relación con esta cuestión, y se le atribuyen algunas acciones armadas que provocaron víctimas, generalmente para financiar a la organización.
Quizá de esa época olvidada Paolo Rocca también haya aprendido algo sobre mafias. En un libro llamado I ragazzi che volevanofare la rivoluzione (Los muchachos que querían hacer la Revolución), de Aldo Cazzullo (publicado en Milán por Mondadori en 1998), se menciona que Paolo Rocca fue enviado por la dirección de Lotta Continua a Sicilia a ayudar a organizar la lucha, en un terreno dominado por la Cosa Nostra.
Quizá el joven Paolo también aprendió mucho del mundo del trabajo en ese paso por la izquierda clandestina italiana. Seguramente le sirvió para manejarse en la permanente lucha entre el capital y el trabajo, o a leer a Marx y saber que el capital es internacional y no tiene patria, como demostró junto con Mauricio al inaugurar su nueva planta en Texas, mientras se desploma la producción industrial en su fábrica de Campana y despide y suspende trabajadores argentinos. No se puede negar que mantiene una lucha continua, pero del lado del capital. «