Este martes 6 de julio se cumplen 50 años de la muerte de Louis Armstrong, el legendario trompetista y cantante estadounidense que, con su característico y brillante carisma y enorme virtuosismo, conquistó la escena del jazz a nivel local y mundial a lo largo de décadas, transformándose en un verdadero símbolo del género y modificando su rumbo para siempre.

«Los músicos no se retiran, paran cuando no hay más música en ellos», afirmó alguna vez el aclamado «Satchmo», que fiel a esa mirada trabajó hasta su muerte, ocurrida en Nueva York la noche del 6 de julio de 1971 -un día después de dar su última presentación-, luego de recuperarse de un ataque al corazón que puso en pausa su carrera durante dos meses.

Sobre su debilitado cuerpo pesaban además las cinco décadas que vivió en la industria, en las que cultivó una influyente popularidad que lo llevó a actuar en un exigente promedio de 300 shows por año, tanto nacionales como internacionales.

Su camino comenzó en la multicultural Nueva Orleans, donde Armstrong nació el 4 de agosto de 1901 -aunque él mismo solía decir, por motivos que aún son objeto de especulación, que había sido el 4 de julio de 1900-, hijo de una familia empobrecida de un barrio marginal de la ciudad.


Tras ser abandonado por su padre, el futuro músico se crió hasta los cinco años con su abuela y luego regresó a vivir con su madre, poco tiempo antes de comenzar a hacer changas como chatarrero o vendiendo carbón para los Karnofsky, una familia judía de origen lituano que pronto lo acogió e intentó alejar de la difícil vida callejera.

Justamente, fue la colisión de esos mundos -el de su padre adoptivo, quien le compró su primer instrumento, y el de las situaciones delictivas en las que se involucraba- la que lo acercó formalmente a la música, cuando a los 11 años fue trasladado al Home for Colored Waifs, un reformatorio para niños afroamericanos abandonados, por disparar un arma al aire en plenas celebraciones de Año Nuevo.

Aquel 31 de diciembre de 1912 se convirtió así, a pesar de sus ribetes poco felices y con el paso del tiempo, en una fecha conmemorativa para los seguidores y seguidoras que «Pops» cosechó y sigue cosechando, ya que fue durante sus dos años en ese correccional que conoció a Peter Davis, el profesor de la institución que lo instruyó en sus primeros pasos en la corneta.

De esa forma, a los 14, su amor por el cuarto arte y la fascinación por las bandas que desfilaban por las calles de Nueva Orleans y por las melodías que inundaban la ciudad marcaron el inicio de su maratónica carrera, signada por su generosa y humilde personalidad.


Sus experiencias tocando a bordo de barcos por el río Misisipi lo llevaron a avanzar de la mano del icónico Joe «King» Oliver, quien como mentor lo invitó a formar parte de su Creole Jazz Band en Chicago, otro de los enclaves del género.

Para ese momento, el veinteañero Armstrong empezaba a mostrar la creatividad y el protagonismo que destilaría arriba del escenario, con notables solos e improvisaciones que lo alejarían del blues y el ragtime de antaño.

Con ese bagaje, en 1925 y con la trompeta como su aliada definitiva, se lanzó como solista -animado por su esposa, la pianista Lilian Hardin-, y grabó versiones de standards de jazz con sus propias bandas, la Hot Five y la Hot Seven, con las que innovó la tradicional dinámica orquestal, que hasta ese momento no priorizaba la presencia de ningún instrumento en las ejecuciones.

«Mandy Make Up Your Mind», «I’ll See You In My Dreams» y «Gut Bucket Blues» son algunas de las piezas que representan esa etapa en la que Armstrong consolidó su forma de tocar, que coincide además con las primeras apariciones de su gruesa e inconfundible voz.


Fuerte aunque armonioso, con una naturalidad y elocuencia que sacudió la rigidez de sus antecesores: de eso se trataba el sonido que «Satchmo» logró desde los vientos con espíritu de showman y su forma heterodoxa de experimentar el jazz, y que lo distinguió no sólo por su técnica sino por su especial sensibilidad y el regocijo que ponía en juego en cada toque, acompañado por su infaltable pañuelo blanco para secarse el sudor de la cara.

Pero la historia del hombre que trascendería como un personaje clave del género no se completaría sin su asociación con Joe Glaser, un turbio comerciante vinculado al mafioso Al Capone que en 1935 se transformó en el representante de Armstrong y construyó las bases para su éxito comercial rotundo.

Es que el músico, quien conocía de primera mano la carencia y el racismo -una problemática que no esquivó públicamente pero que tampoco combatió de forma activa como otros colegas-, no estaba dispuesto a ceder frente al rechazo, y por eso se sometió a un ritmo de trabajo extenuante pero fructífero en partes iguales establecido por su mánager.

Armstrong ya no era solamente -por si fuera poco- un nombre propio del jazz, sino uno de las grandes y más queridas celebridades del mundo del entretenimiento, acompañado por sus All Stars a la hora de hacer música, con su inmortal y conmovedora versión de «What a Wonderful World» (1967), y consiguiendo roles en más de diez películas, como en las reconocidas «Alta sociedad» (1956) y «Hello, Dolly!» (1969).

Con su muerte a los 69 años, «Pops» dejó más de 30 álbumes de estudio y un titánico catálogo detrás y el recuerdo vivo de su identidad y carácter, resumidos por el también legendario Duke Ellington en sus memorias: «Nació pobre, murió rico, y nunca lastimó a nadie en el camino».