Hace medio siglo se estrenaba en Estados Unidos La naranja mecánica, una de las obras más importantes del cineasta Stanley Kubrick quien aseguraba: “Pienso que el gran error en las escuelas es tratar de enseñar a los niños usando el miedo como motivación”. La película se transformó en un símbolo en todo el mundo y debió enfrentar diversos intentos de censura. En la Argentina debieron pasar 14 años para que llegara a los cines.
El 19 de diciembre de 1971, en Nueva York y Los Ángeles se abrió una auténtica Caja de Pandora: hace 50 se conocía La naranja mecánica, la versión del ya consagrado director estadounidense, del polémico relato del transgresor británico Anthony Burguess.
En 1971 cuando Warner Bros presentó la copia en el Ente de Calificaciones Cinematográficas se la pretendió mutilar con un mínimo de siete cortes. Pero a la distancia, y por fax, el autor de 2001. Odisea en el Espacio dio un no rotundo.
Kubrick controlaba el negativo desde el primer segundo que salía de la cámara hasta el momento del estreno de las copias fílmicas originales en todos los países del mundo.
En 1971, Kubrick según el relato de Anthony Burgess, imaginó una realidad donde una banda de adolescentes, disfrazados con un mameluco blanco con cierre, borceguíes y sombrero bombín, armados con macanas y cadenas, se dedicaba a sembrar terror y violencia.
Tienen su propio argot, el nadsat, con unas 200 palabras que conforman un lenguaje marginal y provocativo, que como toda jerga que se ubica en los márgenes y en el delito, sirve para esconder sus propósitos a esos pobres y tontos inocentes a los que atacan, como se ve en el filme, con absoluta crueldad.
Si en 2001, Odisea en el Espacio (1969), Kubrick supo cómo combinar a Richard y Johann Strauss, Ligeti y Katchaturian con el espacio, en La naranja mecánica fue por más, y eligió a la compositora trans Wendy Carlos (ese año todavía Walter), una de las primeras clientes de Robert Moog, quien incorporó a la música electrónica al cine. Con su sintetizador, le otorgó a la obra de Kubrick-Burgess una impronta única, un sello de identidad. Así el «amado Ludwig Van» Beethooven del protagonista aparece con aquel toque Moog delirante con su «Novena Sinfonía», su segundo movimiento y también el célebre «Himno a la Alegría», con vocoder, un seguidor de espectro vocal.
El director que se había iniciado como fotógrafo de la revista Look convirtiéndose en uno de los reporteros gráficos más importantes del país, había comprado su primera cámara con tan solo 13 años.
Tras dejar esa profesión en 1950 sorprendió con una serie de propuestas con formato de thriller pocas veces vueltas a ver, como El beso del asesino (1953), la bélica Miedo y deseo (1955), y de nuevo con el policial, el impecable, Atraco perfecto (1956).
Sin embargo, su gran cine comienza con La patrulla infernal (1957), con la Primera Guerra Mundial vista desde un ángulo antibelicista, igual que lo había hecho con Miedo y deseo, pero esta vez con el liderazgo de Kirk Douglas, con quien volvería a la carga en la megaproducción Espartaco (1960), débil a pesar del guion de Dalton Trumbo, que el director siempre presentó como una obra de los productores, paréntesis que habría de cerrar con la provocadora Lolita, según el relato de Vladimir Nabokov, con Dirk Bogarde y la aún niña Sue Lyon, a la que fotografió como cuando ejercía la profesión de reportero gráfico.
No caben dudas que su tercera obra maestra fue Doctor Insólito, o Cómo aprendí a amar la bomba y no preocuparme (1964), una feroz sátira al «conflicto nuclear» Este-Oeste donde Peter Sellers se llevó los laureles de varios personajes según el guion coescrito con Terry Southern, uno de los hijos del «Nuevo periodismo».
Barry Lyndon (1975), su visión pictórica, llena de homenajes visuales a grandes artistas, tal la pluma de William Thackeray acerca de este pillo del siglo XVIII que trepó a las altas esferas de la sociedad de entonces con artilugios canallas y acto seguido se despachó con El resplandor (1980), esta vez poniéndole la tapa a la olla del cine de género de terror superando incluso al original de Stephen King gracias la interpretación de Jack Nicholson.
Luego vendría su revisión nuevamente antibélica de los marines de su país en Nacido para matar (1987). Para el final de su carrera en el que quedaron postergados otros sueños (uno sobre Napoleón Bonaparte, un relato de Stefan Zweig y finalmente I.A. Inteligencia Artificial, que habría de dirigir Steven Spielberg (por su expresa voluntad) llegó Ojos bien cerrados (1999) donde versiona a Arthur Schnitzler de una manera memorable, la historia de las transgresiones de un matrimonio en crisis, durante una noche, que terminan revolucionando su angustia de la mediana edad.