Alfredo Casero está en crisis. Tras una escalada de furia mediática, el actor está haciendo visibles las heridas de un combate desigual. Luego de sus ataques online a mansalva contra periodistas, políticos y personajes variopintos, el actor contestó a las acusaciones de estar buscando publicidad con sus reacciones anunciando, a través de un tuit, que dejaría de actuar en la Argentina: “Les agradezco el amor estos años. Ya está”, escribió. Días atrás, en un video que luego borró y que se refería con dichos polémicos a la última detención que se produjo en el Uruguay por el crimen de Lola Chomnalez, habló puntualmente de su salud: dijo que las dificultades que experimenta al hablar se relacionan con “haber estado tanto tiempo internado”, razón por la cual, estaría llevando adelante “una serie de rehabilitaciones”.
Si se revisa qué devino del escándalo que protagonizó el humorista en el canal de La Nación, hay que decir que aquellos que se pronunciaron a favor suyo lo hicieron no tanto para defenderlo sino como tiro por elevación contra Majul y la señal en general. Al frente de tan encomiable tarea no estuvo otra que la inefable Viviana Canosa, definitivamente dedicada a no dejar ninguna polémica insólita sin explotar, ensuciando y extrayendo conclusiones aún más confusas que las de los otros.
Por su parte, Majul tuvo también sus adherentes, en general otros periodistas del canal o vinculados al diario fundado por Bartolomé Mitre, quienes vituperaron a Alfredo Casero por “las formas” de su presentación, en un tono que no hizo más que profundizar el estilo “achupinado” de analizar la realidad al que se refirió el actor en su diatriba. No conforme con eso, el propio Majul llevó al Dipy a su programa, otro artista que suele ser requerido en envíos políticos de derecha, y que se encargó de atender al cómico con fervor, cosa que provocó un cruce entre ambos en Twitter, el hábitat natural de este tipo de controversias.
Es pertinente recordar que Luis Majul había sido noticia en shows de chimentos como Socios del espectáculo, de El Trece, con motivo de un supuesto enojo por el rating bajo que recibía de Alfredo Leuco, quien lo antecede en la grilla de LN+. Ergo, había algún malestar de parte de Majul respecto a los números de audiencia que venía cosechando su programa. De modo que también había una necesidad de buscar elementos para lograr una mayor repercusión y atraer al público. En ese contexto puede entenderse la insistencia que se vio en aquella emisión respecto de provocar una reacción de parte de Casero, probablemente orientada a generar un “momento de ebullición” que luego pueda viralizarse, como efectivamente ocurrió, aunque diferente a lo esperado.
En efecto, el penoso comportamiento de Majul antes de la reacción de Casero muestra que lo estaban azuzando para que se desborde, ya conociendo bien las características del invitado: el humorista y sus controversias ya habían generado otros momentos televisivos, en esa señal y en otras, que se volvieron virales. La reacción de los demás participantes del programa, que ni se sorprendieron o alteraron, podrían indicar eso.
El problema no es la provocación en sí, que puede ser una herramienta interesante para ciertas formas del periodismo, el arte o el entretenimiento; Jorge Asís, Fernando Peña o Jorge Guinzburg, por nombrar algunas figuras que supieron hacer un uso inteligente de los medios, han incurrido en chicanas o instigaciones para generar respuestas en el público o eventuales contertulios. No obstante, en su caso tenían un plan. La provocación no es un fin en sí mismo, sino un recurso para comunicar algo.
En cuanto a Majul, del mismo modo que el periodismo político de derecha en fase visiblemente desbocada, el periodista incurre en una provocación vacía. El objetivo es producir un episodio disruptivo que transmita caos: el país es un caos, el gobierno genera ese caos, la gente está abandonada y a la deriva. Eso produce indignaciones infinitas sobre temas que revisten mucha seriedad, como la inflación (por citar un ejemplo), pero también otras de sustento más dudoso, ya sea acerca del censo, las películas de Disney o el financiamiento del cine argentino. La indignación permanentemente exagerada, como las peores adicciones, genera un efecto de barril sin fondo donde nunca es suficiente y siempre es necesario un episodio que supere al anterior. Este episodio de Alfredo Casero es solo un epifenómeno de un modo de hacer periodismo: cuanto peor, mejor.
Otro punto no menos importante es el modo en el que tratan a quienes convocan a su redil: construcción, empoderamiento y destrucción. Como en los mitos griegos, este periodismo carroñero construye personajes laterales de la opinión política, los empodera y los constituye como opinadores fijos de la coyuntura. No son artistas que van a contar acerca de su trabajo y eventualmente hablan de política, sino personajes que sistemática y asiduamente se acercan a las mesas y los paneles para referirse a cuestiones de la actualidad. A diferencia de otros programas con marcadas líneas ideológicas, como lo fuera 6,7,8, el periodismo hegemónico tiene aliados descartables: al primer gesto de salida del libreto, son condenados mediáticamente y fulminados en las redes. El ataque disciplinador a Casero a través de otro opinador amateur, el Dipy, deja claro este ciclo.
Para el humorista, cuyo temperamento siempre se destacó por no ser, justamente, apocado o previsible, las circunstancias de este último tiempo parecen haber rebasado su capacidad de asimilar la violencia que surge de un espiral en el que él mismo da vueltas. Toda una nueva dimensión, incluso para esa personalidad reaccionaria exacerbada que erigió en los últimos años.
Para quienes supieron admirarlo por el enorme talento que desplegó primero en De la cabeza, luego en aquel proyecto genial que fue Chachachá y que le valió un lugar entre los humoristas más importantes de nuestra cultura popular, el corrimiento desbocado de Alfredo Casero hacia otras esferas que no son las del arte sigue siendo una noticia para lamentar. Pero -ya lo dijo el poeta- todos los incurables tienen cura: y tal vez, no siempre antes del final.