“En cuanto sabes leer eres increíblemente rico. Tan rico que si leyeras todo el tiempo, no tendrías tiempo para pensar en el dinero. (Para mí) es una forma de ser inmensamente rica, por eso nunca me importó el dinero.” El escritor francés Gustave Flaubert habría abrazado a Fran Lebowitz de escuchar la frase; incluso es probable el autor del mítico La educación sentimental, la habría amado. Lebowitz sentencia su riqueza en Supongamos que Nueva York es una ciudad (Pretend It’s a City, 2020), la serie documental creada por su amigo Martin Scorsese para Netflix. Algo parecido ya había hecho Scorsese con la autora de Metropolitan Life y Social Studies -entre otros- en el documental Public Speaking (HBO, 2010), con un esquema similar de clips de entrevistas y discursos de Lebowitz.
Los siete capítulos de Supongamos… son una especie de despedida al Siglo XX. A todo lo que fue en la ciudad que luego de los años 20 se convirtió en la capital mundial de la Modernidad, a través de una de sus figuras emblemática, más que por su fama, por sus cualidades más salientes, todas ellas bien características del siglo: ironía pura y dura, crítica permanente del mundo que se habita y se hace, amor por el arte y aprendizaje, polémica y nuevos descubrimientos. Lebowitz llegó a la llamada Gran Manzana en los ’70, justamente cuando comenzaba la contraofensiva del capital económico contra lo que había sido el reinado del cultural, que pareció convertirse en el único necesario para vivir, soñar y ser considerado una personalidad. Y a poco de andar, comenzó a gozar de unos privilegios que antes del citado Flaubert nadie había gozado sin tener riqueza (material). Esa contraofensiva que terminaría en la caída del Muro de Berlín (que haría decir al gran historiador Eric Hoswbaum que el siglo XX había terminado), llevaría también a esa idea que Lebowitz expresa en el documental, tan descriptiva como conmovedora por su lejanía.
-En una subasta, entra un Picasso y hay silencio. Cuando bajó el martillo por el precio, aplausos. Vivimos en un mundo en el que se aplaude el precio, no el Picasso.
Y Scorsese, uno de los hijos dilectos de la centuria, sabe cómo rendirle homenaje, cómo llevarla por esos lugares que hicieron de ese siglo corto, un siglo inolvidable: el jazz, el pop, el rock, la explosión artística de los sesenta, setenta, Sinatra, Picasso; todo lo que parecía que le había dado un sentido definitivo más que a la vida, a la existencia: lo único que realmente siempre importa es el arte y el amor. Sin embargo, olvidados de su origen plebeyo, esos artistas se subieron más temprano que tarde a los escalafones jerárquicos que ese mundo tanto festejaba -que tanto habían criticado, y que Lebowitz tanto extraña-, provocando una reacción de la plebe que los terminó condenando. Pese al gran humor de Lebowitz, su fina y por momentos lasciva ironía, Supongamos… es una de las piezas más nostálgicas de Scorsese.
Y es tan, tan ilustrativa de lo que ese siglo significó para los que lo vivieron de lleno, que uno de sus puntos salientes, sin proponérselo, es su crítica a la pérdida del sentido que hizo de las ciudades lo que fueron: lugares hechos más por personas que por edificios, paseos, estructura; personas que Lebowitz dice que hoy ya no saben caminar por la ciudad, por New York (porque miran celulares, quieren hacer varias cosas a la vez y otras ‘originalidades’ que se ven a diario en Buenos Aires), que perdieron el sentido de lo que es una ciudad: un lugar de solidarias convivencias. Según la tradición que Occidente heredó de Atenas y Roma el ciudadano era quien no sólo tenía una opinión sobre los quehaceres e incluso sentires de un lugar, sino también aquel que era escuchado: “Si pudiera cambiarlo no estaría tan enojada. La rabia es porque no tengo poder, pero tengo muchas opiniones”. Con ironía, Lebowitz ciudadana se declara invisible a los ojos, inaudible a los oídos de sus conciudadanos. En especial de quienes la gobiernan. Como si Nueva York (y con ella las ciudades), más que un supuesto, fuera una simulación.