Pocos alentaban expectativas por una nueva versión de La Bella y la Bestia, y menos con actores de carne y hueso de personajes. Erraron en el pronóstico: como sucede desde hace ya unas décadas, Disney y otras mega empresas están a la vanguardia de la innovación, entretenimiento incluido.

 

El acierto al reflotar de esta fábula que forma parte de una iniciativa de lanzar escalonadamente todos los espectáculos que tuvieron su versión musical durante los años 90 y primeros 2000, está en que se trata de un clásico melodrama romántico, género que cultivó multitudes a fines del siglo XIX y principios del XX al calor del auge de las ideas burguesas: basta de casarse con el hombre que asignaba la familia, ya no más imposiciones sociales para contraer matrimonio; la vida es lo suficientemente hermosa como para embarrarla con prejuicios religiosos o esotéricos. El conjunto de ideales que portaba una clase social en auge a golpe de dinero y más dinero que ponía en jaque todas las riquezas antes provistas por la herencia, hacían a la jovialidad de nuevas generaciones que veían abrirse ante ellos un mundo que sus padres no habían conocido.

Aquellos valores burgueses, por mérito propio, hoy no gozan de buena prensa. Pero lo que Hollywood -Disney incluido, por supuesto- empieza a explotar de esos valores, es lo que hasta el momento mantuvo oculto o sesgado: que hacían sólo al varón, sino que fueron parte fundamental de lo que hoy se conoce como la primera ola feminista de la historia. Esos tiempos conocieron luchas de mujeres en derechos a los hombres; desde tener acceso a la educación superior hasta luchar por la libertad de elegir marido, pasando fundamentalmente por formar parte del derecho a la herencia paterna, fueron la guía de las mujeres de entonces por su emancipación.

Como sucedió pese a sus propias resistencias en los noventa (en especial en lo que fue su asociación con la Pixar para Toy Story), Disney vuelve a encontrar el hueco de luz que ilumine una nueva veta a explotar, y convierte a la Bella y la Bestia en un musical en tono feminista que tiene a la inigualable Emma Watson como baluarte principal. La chica que conquista seguidoras de su mismo género precisamente por sus claras posiciones de género (una de las heroínas de las nuevas generaciones con, entre otras, Jennifer Lawrence), se convierte en la doncella que se niega a aceptar a cualquier varón que le proponga el paraíso, especialmente si no es su paraíso: el de las buenas lecturas, el tiempo de contemplación y reflexión, la búsqueda de nuevos paisajes que enseñen que la vida no termina en el propio terruño; la idea de vida como aventura.

Lo demás es historia sabida: ella es tomada prisionera por una bestia en su castillo y el amor triunfa. Pero el cómo aquí resulta fundamental. Ella supera todos sus miedos en base a la confianza en sí misma. Aquí no hay una idea de que “en el fondo todos son buenos”. Sino la de una mujer decidida a no darse por vencida, una mujer que cree que por su juventud -y no a pesar de ella, lo que pone en entredicho que la juventud tiene la debilidad de la inexperiencia- tiene más posibilidades que su padre -al que por eso suplanta en la prisión- de sobrevivir. La convicción en sus creencias y en su condición de mujer va inclinando la balanza a su favor, incluso en las decisiones más intempestivas.

No hay espoileo si se dice que el amor que triunfa es el amor en su versión romántica, que es la versión burguesa por excelencia del amor. Pero lo hace con ese toque femenino que nunca se le reconoció al cuento infantil, que no solo regala una invitación a la esperanza, sino que llama a estar atento a que tal vez el futuro no sea tan lúgubre como parece.

La Bella y la Bestia (The Beauty and The Beast. Estados Unidos, 2017). Dirección: Bill Condon. Con: Emma Watson, Dan Stevens, Luke Evans, Ewan McGregor, Stanley Tucci, Emma Thompson, Josh Gad, Ian McKellen. Música: Alan Menken. 129 minutos.