Esta segunda entrega de John Wick invita a apostar con alta posibilidad de triunfo por un nuevo capítulo de una saga que, a lo visto por las recaudaciones, puede tener largo aliento. Se trata de un exasesino a sueldo que, en verdad, nunca deja de serlo porque el sistema en el que se involucró al ejercer su profesión, no lo deja salir, así que tiene que seguir matando. Y pese a que lo hace a disgusto (al menos trata de negarse), lo hace con la eficiencia del que disfruta de su trabajo.
Keanu Reeves (nuestro héroe) mata a diestra y siniestra en tiempo récord y, de hecho, nunca deja a nadie vivo (característica que lo distingue de otros asesinos a sueldo de la historia cinematográfica internacional, que sea por pifia o por error de cálculo, siempre dejan a alguno sin finiquitar). Tiene la táctica de disparar a las piernas como para dejar incados a sus enemigos y ahí rematarlos con un tiro en la cabeza. Como otra característica distintiva -entre varias más- se puede mencionar la cantidad de sitios clandestinos a los que tiene acceso privilegiado, especie de clubes privados de la delincuencia y el sicariato mundial.
Sin embargo el éxito de John Wick parece estar en su falta de pudor en el inverosímil, aunque no cualquier inverosímil. En otras sagas que se vienen a la cabeza por su símil guarro (y esta definición no es para nada peyorativa, sino descriptiva) como Rápido y Furioso, el inverosímil está asociado a cierta fantasía del gran consumo popular como suelen ser los autos, y también a otra más profunda y nunca dicho: matar está mal por eso se vence con la menor sangre derramada posible.
Aquí sucede más lo de un videojuego («gamer», en la jerga): se elimina al enemigo, incluso al contrario, con placer; y cuanto más se eliminan, mayor es la satisfacción; y la sangre corre. Puede suponer un paso de niveles de dificultad, pero tampoco funciona exactamente así; es más cercano a la impunidad del qué lindo poder matar a todos los que, por distinto motivo, me rompen la existencia. Más allá de cualquier punto de justicia, siquiera de equidad, el que me molesta, por el solo hecho de hacerlo, no debe quedar impune. Incluso mucho más allá de las consecuencias que eso podría traer. El final es un muy ejemplo en ese sentido.
La otra hipótesis que permite arriesgar, por ahora de mucho más dudosa corroboración, es que John Wick formaría parte de una nueva narrativa totalmente lineal, una especie de oposición total a tramas complejas y de diferentes niveles de lectura y disfrute. Es nada más que lo que se ve: si gusta bien, si no mala suerte; y el gusto no debe ser justificado: es lo que se cree que está bueno y punto. La única legitimidad que admite es la de taquilla.
La última, de la que se ocupan hace unos años distintos estudios académicos, es la hipertextualidad que va ganando el cine. Por ejemplo, el encuentro de Reeves con Laurence Fishburne, cuyo personaje es el jefe de un ejército del mundo subterráneo, juega con las reminiscencias de lo que para los dos -y para el público- fue la saga de Matrix. Un juego similar pero detrás de cámara hace el director Chad Stahelski: su film remite a aquella estetización de la violencia que ejercitó con maestría John Woo en su Hong Kong natal en los ’80 – ’90 y ya en los 2000 en Estados Unidos, pero con un toque de opacidad que la hace más gustosa a los años que corren. Aquí no hay honor a defender, orgullo a exhibir; sólo hartazgo. Nada de cámara lenta ni brillos, el concepto dark le sienta mejor. Ese poder contar hoy tomando del ayer, pero haciendo de todo un solo tiempo también es una característica saliente del film.
Queda por desear larga vida a John Wick.
John Wick 2: Un nuevo día para matar (John Wick: Chapter Two. Estados Unidos, 2017). Dirección: Chad Stahelski. Guión: Derek Kolstad. Con: Keanu Reeves, Laurence Fishburne, Bridget Moynahan, Ian McShane, Ruby Rose, Peter Stormare, John Leguizamo, Lance Reddick. 122 minutos.