François Ozon construye una película a partir de una ausencia, la de Frantz. Frantz muere sobre el final de la Primera Guerra Mundial, y en su pequeño pueblo natal de Alemania, lo recuerdan y lloran su padres y su novia, con quien estaba comprometido para casarse luego de la guerra.
Durante una visita a su tumba, ella, Anna, descubre a un hombre llorando frente a su tumba. Él es Adrien, un francés que dice haber conocido a Frantz y que se acercó a su familia sin éxito: el padre de Frantz lo rechazó de cuajo al enterarse que se trataba de un francés. Anna, en cambio, cree que puede contarle cosas de Frantz que ella se quedó sin conocer; una forma de prolongar su vida, algo, lo que sea, con tal de soportar el dolor de su ausencia.
Anna consigue que los padres de Frantz acepten a Adrien. La mano de Ozon, de un pulso de una firmeza y equilibrio que tanto producen envidian como perturban, da lugar a la duda sobre el tipo de relación que existió entre Adrien y Frantz. Lo que desde 2017 se lee desde la falta de ingenuidad que el curso de la historia acostumbró, desde el 1919 en el que se inscribe, la historia suena tan verosímil como entrañable.
Efectivamente, la maestría de Ozon está en construir su relato en el momento de mayor descreimiento de la humanidad en sí misma, cuando empezó a perder la fe en que sus virtudes podrían finalmente superar a sus defectos. Ozon encuentra en esa vecindad con la oscuridad, la posibilidad de una historia de amor, de una de esas que con el tiempo y la desilusiones, se calificaron de ingenuas e inocentes. Ese espacio que hoy apenas parece quedar para los adolescentes. Y Ozon, conforme a los tiempos actuales, la encuentra en Anna antes que Frantz. Pero más la encuentra en la ingenuidad que lleva a creer en los milagros, ingenuidad a la que no inscribe tanto en la inocencia o credulidad, sino en la desolación: si la posibilidad de elegir al hombre con el que casarse resultó una liberación para la mujer, la guerra y el arrebato de ese hombre la condenaba a aceptar a quien no la conformaba.
Y con todo eso que dice, Ozon no se queda ahí. También se ocupa de poner el foco en Manet, en lo que resulta un agradecido homenaje a lo que el Impresionismo facilitó la expresión cinematográfica. Se ocupa de borrar las diferencias de nacionalidades en uno de los mayores momentos de rencores y odios. Se ocupa de la idea de duelo que por esos tiempos instituía el incipiente y revolucionario psicoanálisis. Y se ocupa de rescatar aquellos valores burgueses que hicieron de esa clase, una en condiciones de convertirse en dirigente, porque una clase no es solo su poderío económico. Toda una paleta de incansables colores sobre años fundamentales para entender la modernidad.
Por último se ocupa de la esperanza. Y si bien eso es algo a lo que ya está acostumbrado quien sigue a este director francés, hacerlo en estos momentos cuando la historia convoca a la desesperanza, es de una valentía artística que realza la película.
Una película bastante elemental que consigue mostrar, pese a no buscarlo, cómo la alteración puede volverse algo de la vida cotidiana.
Frantz (Francia, 2016). Dirección y guión: François Ozon. Con: Pierre Niney, Paula Beer, Cyrielle Clair. 113 minutos. Apta para mayores de 13 años.