El cierre de la primera temporada de Snowfall, que en la Argentina se puede ver a través de Fox Premium, supera cómodamente la media y está más que bien en un mercado altamente competitivo que tiene a las series sobre narcotráfico como uno de los filones de oro que, por momentos, parece sobreexplotado. Su plus es un verdadero bonus track: una banda de sonido brillantemente negra, de temas que parecen venir de unos años antes de los tiempos que relata.

Creada por John Singleton y protagonizada por Damson Idris, Carter Hudson y el español Sergio Peris-Mencheta, la historia va de cómo surgió el crack en Los Ángeles a principios de los años ’80, algo que hasta el momento no había sido explotado. Más allá del realismo de la serie -que parece tenerlo-, su fuerte es el verosímil. Es que todas aquellas historias que rastrean en los circunstancias que mueven a los hombres (mujeres, actores, agentes, sujetos, seres humanos, llamadlo como más guste) antes que a las destrezas o talentos individuales, resultan más creíbles: es de esa manera como suele desarrollarse la vida de las personas comunes en sus cotidianos días, mucho antes que grandes ideas. Por supuesto que hay aspiraciones y sueños, pero aquello no esperado, lo no manejable (que son las mayorías de las cosas) son las que conducen a los individuos a tomar determinadas posturas. Posturas que muchas veces a su vez surgen a partir de decisiones desacertadas frente a aquello que no manejan. Pero eso es otro punto.

Aquí lo que Snowfall encuentra en 1983 en Los Ángeles es el fin del financiamiento oficial de Estados Unidos a la Contra Nicaragüense (la que se oponía a la Revolución Sandinista, la tan violentamente dulce de Julio Cortázar), una comunidad negra velozmente pauperizada a partir de las reformas económicas del gobierno de Reagan, que es la misma que produce una euforia consumista de la que la cocaína es una de las estrellas. Como derivados de estas tres partes, aparece un traficante israelí (con alguna relación con el estado de Israel) y el incipiente protagonismo de la comunidad latina.

En la primera temporada el triángulo va cerrando sus ángulos para conformar una tríada que, desunida, caería en desgracia, pero que solidificada es casi inquebrantable. De ahí que, una vez puestos al juego, los actores que crean esa estructura, más que entrar en razón de los problemas y el peligro en que se meten, empiezan a ver que lo que alguna vez creyeron de sí mismos se pone cada vez más en duda si se alejan de ella, y más si intentan desbaratarla.

No es una serie completa ni tampoco narcótica. Esto último, más que lo primero, es un punto a su favor. Le falta para ser completa poder transmitir que esa sensación de euforia que da la cocaína responde más bien a un estado previo que la propicia, esa idea de que todo es alcanzable con sólo estirar la mano, eso con lo que Reagan convenció a tantos norteamericanos que para alcanzar los sueños de sus vidas debían quitarse de encima “el lastre” de los negros, de los pobres, de los que pensaban distinto.