La señora que viajó 3200 kilómetros, desde Ushuaia, porque no podía perderse el último concierto; la que viviendo en Barcelona –desde el exilio— voló hasta Buenos Aires para decirle adiós; la que obtuvo, como obsequio por el Día de la Madre, un boleto a los conciertos por cada uno de sus hijos y podrá verlo durante tres noches completas. Eso –y más, quizás—, es parte de la pasión que despierta Joan Manuel Serrat de este lado del mundo. Por eso, quizás cabe preguntarse, si en el Beacon Theatre de Nueva York –donde inició esta gira, El vicio de cantar 1965-2022 en abril—, en el Movistar Arena de Santiago, en Chile, o en el Festival Cervantino de Guanajuato o en el Zócalo del Distrito Federal, en México, esta devoción escaló tan alto.
Aquí, en la Argentina, llegó para tocar en el autódromo de Rosario (previamente acompañó la inauguración de la esquina Fontanarrosa Serrat, donde se encuentra el mítico bar El Cairo, que ambos solían frecuentar para compartir su amistad), siguió por Córdoba en el estadio Mario Alberto Kempes, y este sábado inicio un ciclo de cinco noches en Buenos Aires. Es el cierre de las versiones en vivo de una urdimbre de canciones que tejió por más de cincuenta años y compartió en los dos lados del Atlántico. Ahora están anudadas en las gargantas de todos los presentes en el Movistar Arena. “Olé, olé, olé, Nanoooooo, Nanooooooo”, se escuchó entonces, cerca de las nueve de la noche, como un canto que presagiaba esa complicidad, cuando los primeros acordes de esa banda prolífica, dirigida por el maestro Ricardo Miralles, arrancó con “Dale que dale”, mientras –en la espera— un público que atravesaba cuatro generaciones pero que, en su mayor parte, lo escucha desde el otro siglo, lo recibió con el fervor que puede generar un Dios que baja a la tierra.
“He venido a despedirme personalmente de un país, de una ciudad, con la que tengo una complicidad de muchos años. Por eso, les voy a pedir que aparten, dentro de lo posible, todos los atisbos de nostalgia o de melancolía porque, de ahora en adelante, pase lo que pase, todo es futuro”, sugiere, ruega, Serrat –vestido con un jean, una camisa azul y un saco gris—, buscando el guiño de su público.
La banda, que además del maestro Miralles (piano, arreglos, dirección), completan Josep Mas Kitflus (teclados), David Palau (guitarra), Vicente Climent (batería), Rai Ferrer (contrabajo), Úrsula Amargos (viola y voz) y José Miguel Pérez (vientos) sonó precisa, después de tantos caminos, y arrancó sutil con “Mi niñez”, en el recuerdo de la madre de Serrat que huyó a pie de la guerra (“que trabajaba como una mula”) y “El carrusel del Furo”.
Serrat narra, mastica la bronca, y aunque todos sepan de quién se trata, aclara: “El Furo era mi abuelo Manuel, sin tumba, asesinado por el franquismo. Por esas cosas de la vida, no hay rastros legales de su existencia. Su fe de bautismo y su libreta de casamiento desaparecieron en el incendio de la iglesia de pueblo. Ni sus restos han quedado porque los franquistas lo fusilaron y tiraron su cuerpo por un barranco”, latiga, para mostrar el alcance poderoso de la música: “Pero el Furo vive en esta canción».
El repertorio, que siguió con las mujeres: “Lucía”, “Señora” (“una canción que compuse hace cincuenta años y que todavía no sé realmente cómo se llama la ‘señora’”, bromeó) y “La mujer que yo quiero”, con reflexiones sobre el paso del tiempo, da paso a más impresiones: “Esta va a ser una noche de confesiones, pocas, pero algunas confesiones”. “Romance de curro El Palmo”, “Hoy por ti mañana por mí” y “No hago otra cosa que pensar en ti”, pareció marcar los clásicos pero centrados en las miradas de los que ya no están –los abuelos, los padres—, la infancia, el amor, la guerra y, también en los homenajes: a Paco de Lucía, a Alberto Cortez, a Miguel Hernández, en pasajes y juegos de alternancia de climas, entre la crítica social y política, el sarcasmo, la sensibilidad y el humor.
Serrat –que se mostró locuaz, risueño, cómplice— parece pensar, con esta gira de despedida, también en su propio oficio de compositor y poeta: “Me pasé la vida buscando qué es una canción. ¿Es música que habla o es una letra que se canta. Lo que reconozco es que las emociones son lo único que es capaz de definir una canción”, filosofó, en otro pasaje de la noche, mientras cantaba “Algo personal” –sentado en su clásico taburete, sólido como su oficio—, “Las nanas de la cebolla” y “Para la libertad”, en un guiño hacia la Europa que ayer vivió la guerra civil pero que hoy tiene, otra vez, los enfrentamientos pisándole las fronteras, y que el público ecuánime subraya en la estrofa: “Y aún tengo la vida”.
Más tarde, emocionado, recuerda las canciones que le cantaba su madre para dormirlo en su infancia: “Por la mañana rocío, al mediodía, calor”, y llegan “De cartón piedra”, “Tu nombre me sabe a hierba” (el primer tema que se conoció en Argentina, editado por Odeón en 1969), “Es caprichoso el azar” –en un dueto maravilloso con Úrsula Amargos Rubio, que en otros tiempos, en el Gran Rex, fue con Elena Roger o Soledad Pastorutti— y otro gran clásico: “Hoy puede ser un gran día”.
En un pasaje más intimista, solo con su guitarra, apenas iluminado, en catalán (aquella lengua que le valió la censura de un festival internacional en sus primeros años y que hoy regresa con las mismas diatribas por el independentismo), llegó la (tan) actual “Pare” (con “Padre, dime que la han hecho al río que ya no canta”): “La escribí hace cincuenta años y es extraño que yo la planteara en esa época porque hoy tiene una vigencia pasmosa con el cambio climático que, sabemos, afecta a todas las regiones del mundo con sequías, inundaciones, incendios forestales, el derretimiento de los trópicos”).
“Este es un repertorio que seleccioné para hacernos un poco más felices”, se sinceró. Lo cierto es que las 21 canciones que sonaron en el Movistar Arena, en este momento de la noche, encendieron las luces del estadio para el coro del público y los celulares iluminaron las gradas y las plateas: “Mediterráneo”, “Aquellas pequeñas cosas”, “Cantares” y, también, el grito que marcó la noche: “¡No se va/ el Nano no se va/ el Nano no se va/ el Nano no se va!” Alguien, con un vozarrón, le grita: “¡Te queremos!”. Serrat, pícaro, le responde: “Tú, ¿y quién más?” El público, rápido de reflejos, devuelve: “¡Todos!”
“No tengo ningún interés en irme, soy un agradecido por poder haberme dedicado tantos años a este oficio y vivir de la música por tanto tiempo. Tengo mucho tiempo compartido con este país, con ustedes, con sus predecesores y, también, con los que ya no están”, reconoció para recordar la primera música que escuchó de la Argentina, que eran los tangos de Carlos Gardel que su padre desgranaba en una radio a galena. “Pero mi deslumbramiento fue con el folklore, con Atahualpa Yupanqui, ese viejo cascarrabias y amoroso”.
Por eso cantó “Vendedor de yuyos” y, más tarde, sugirió que el público elija las canciones para los bises. El revuelo y el alboroto escalaron tan alto que reflexionó: “¿Vieron lo que ocurre con la libertad?”. Entonces caen, como un ramillete, “Penélope” y, en uno de los momentos más emocionantes de la noche, “Pueblo blanco”, esa canción que, en estas latitudes y en tiempos muy oscuros, se coreaba, prohibida, y se pasaba con un cassette, de mano en mano, buscando el sosiego de sus años de ausencia sobre los escenarios.
Esta gira que, bromea, podría llamarse “Serrat se despide pero no le creo”, finalmente, concluirá en Barcelona el próximo 23 de diciembre –poco antes que Serrat celebre sus 79 años—, será en ese mismo puerto donde todo comenzó: una mañana de febrero en el estudio Toreski, con Radioscope, aquella primera emisión de radio, conducida por Salvador Escamilla, donde cantó “El drapaire” y “Una guitarra”.
Las parejas o las familias que presagiaban el final del concierto —la hija, ¡obviamente!, se llamaba Lucía— se abrazaban para retardar la despedida. Por su lado, las 16 mil personas que llegaron a este primer concierto se imaginaban, seguramente, ese revoltijo de emociones: entre la alegría del reencuentro –después de tres años tras la pandemia—, y la nostalgia y la tristeza por la despedida inminente. Algunos, como un conjuro, volverán esta noche, por otro recital, al día siguiente. Otros, fantasean viajar a Barcelona para el último concierto. Los más se quedarán, como en loop, escuchando YouTube o Spotify.
Lo cierto es que cuando llegó el final, como un fade out, Serrat corrió el telón, con los ojos lagrimosos, y se fue detrás del escenario. En la estela dejó las canciones invencibles que perduran como ese faro que nos iluminó por más de cincuenta años. “Lo seguimos desde los 14. Estamos contentas, pero este concierto tiene un gusto amargo”, dicen un grupo de mujeres, arriba de los sesenta, sobre la salida, en el calor, pringoso del sábado por la noche, sobre la avenida Corrientes. Buenos Aires, sin embargo, arrancó hoy a extrañarlo. Todavía quedan cuatro conciertos para decirle: “Gracias por todo, maestro”. La luz del final se acerca, tenue, bajando la cuesta pero sin dejar –nunca— de cantar “Fiesta”.
* Es autora del libro “Serrat en la Argentina. Cincuenta años de amor y aventuras”.