El escenario era el mismo, pero algo no estaba ahí. La ceremonia de apertura del Festival de Mar del Plata se hizo en la enorme sala del Auditorium, bella como siempre, ubicada dentro del tradicional edificio del Casino de la ciudad. Y ahí estaban los presentadores, los invitados, las imágenes de las películas, el catering y todos los gestos usuales que acompañan a la inauguración de un festival de cine. Pero algo faltaba. Uno podría desmenuzar esos “faltantes” uno por uno, pero no lograría descifrar del todo lo que sucedía. A modo de síntesis se podría decir que la sensación que prevalecía era de tristeza, de compromiso, de falta de entusiasmo. Desde arriba del escenario se leían textos mecánicos, se citaban nombres de películas, de embajadas, de visitantes presentes en la sala. Desde abajo se aplaudía rutinaria, mecánicamente. Lo que podría atribuirse a la falta de experiencia e incomodidad de los nuevos organizadores del evento o bien a la burocracia propia de las aperturas –convengamos que no suelen ser ceremonias muy entretenidas– probó en realidad ser una constante a lo largo de la 39 edición del Festival de Mar del Plata, la primera desde el brusco cambio de dirección que tomó el INCAA con el gobierno de Javier Milei. La puerta de ingreso a un festival desangelado, que perdió la mística que tanto le costó encontrar.
Fue un festival con menos películas y menos salas que en anteriores ediciones y aún así muchas de las funciones estaban casi vacías, en algunos casos con 15 o 20 espectadores en los cines, algo inédito para un evento que se caracteriza por salas llenas y por un público entusiasta de marplatenses y de visitantes, con un público que va de estudiantes a jubilados. La recesión económica, el freno del turismo interno, el precio de las entradas (4 mil pesos cada una, diez veces más que en 2023) y una menor oferta cinematográfica limitaron claramente la cantidad de público, que solo apareció cuando algún título relevante llamó su atención. Era desolador ver el hall del Paseo Aldrey (las modernas salas de un centro comercial en las que se desarrolla buena parte del festival; allí están seis de sus nueve salas) prácticamente vacío a lo largo de todas las jornadas, sin el fervor habitual y, más que nada, con muy pocos estudiantes de cine, quienes suelen darle un marco si se quiere característico y colorido a estos eventos.
Lo que se fue viendo con el correr de los días fue una suerte de estado de asamblea, con conversaciones y discusiones en voz alta entre espectadores que criticaban y defendían al festival, gritos y aplausos chocando entre sí durante los spots publicitarios previos a las películas (algunos aplaudían el logo del festival, otros parecían contestarles aplaudiendo el logo del INCAA) y una sensación de que, ante una chispa mínima, podía haber algún tipo de conflicto o pelea. Si a eso se le suma la mínima presencia de cine argentino, la súbita “desaparición” de figuras locales invitadas y confirmadas (que justo tuvieron que “cancelar a último momento”) y las poquísimas presentaciones de películas que había fuera de las funciones de la Competencia en el Auditorium, la sensación que uno se lleva –subjetiva, como todas, pero compartida por muchos otros que hace años también vienen al festival– es de desolación, de amargura, de tristeza.
Fue una edición realizada tras el despido –o la renuncia por diferentes miradas acerca de cómo hacer el festival– de sus responsables anteriores, tanto los directores artísticos como la gran mayoría del equipo de programación y varios de los que se ocupaban de la producción. Si uno miraba la lista de películas que se daban en el festival podía tener la impresión de que había bastantes títulos relevantes como para hacer una edición digna –películas premiadas en los más grandes festivales, como Berlín, Cannes o Venecia, y varios films que tienen chances de pelear por algún Oscar–, pese a las circunstancias y el contexto. Pero lo que quedó más que claro en esta edición es que hacer un festival es más que juntar algunos títulos con cierta chapa internacional. Hay algo festivo, comunitario, integrador que esta vez estuvo ausente. Y que costará trabajo recuperar.
Contracampo, la otra cara de la moneda
En términos cinematográficos, la palabra contracampo hace referencia a un plano tomado desde un punto de vista opuesto al anterior dentro de una misma escena. Quizás sin saberlo, los organizadores de esta muestra de cine argentino así llamada, terminaron dándole un nuevo significado a esa elección. A un plano desangelado ofrecido por el festival, le opusieron uno totalmente distinto: entusiasta, enérgico, con gente sentada en los pasillos, largas filas para ingresar a la sala y una gran conexión entre los presentadores y los espectadores. Todo lo que en el festival se dejaba ver como rutina, compromiso y frialdad, en Contracampo era calidez, vitalidad, mística y, sobre todo, lo atravesaba una sensación de comunidad, de esfuerzo compartido con resultados a la vista.
Contracampo, muestra gestada por profesionales de distintos ámbitos de la industria que son habitués del festival, como respuesta a las políticas contrarias al cine argentino por parte de las nuevas autoridades del INCAA, tuvo todo lo que no tuvo el festival, se llevó consigo la energía y la pasión que a unas cuadras de distancia brillaban por su ausencia. A diferencia de los cines del festival, que solo se llenaron con las películas más conocidas (como Megalópolis, de Francis Ford Coppola), la Sala Enrique Carreras en la que este evento tuvo lugar –una sala tradicional que en temporada alta ofrece shows de humoristas y teatro de revistas– tuvo una gran cantidad de espectadores aún en las películas menos conocidas y en los horarios más incómodos, mientras que en los films más esperados (de directores como Martín Rejtman, Rodrigo Moreno, Raúl Perrone o Hernán Rosselli, entre otros) el lugar directamente explotaba, con gente quedándose afuera o viendo las películas de pie.
Además de las películas, presentadas en casi todos los casos por sus realizadores, Contracampo organizó una serie de charlas gratuitas en El Gran Pez, una librería cercana –que también se llenó– para debatir las políticas del INCAA respecto a la financiación del cine argentino, a la falta de una cinemateca nacional, a los problemas de exhibición y a su restrictiva política de festivales nacionales. Y esas conversaciones se convirtieron en una suerte de descarga emocional para muchas personas –participantes de las mesas de debate pero también ubicadas entre el público– que sienten que tanto el festival como el cine argentino están viviendo un proceso dramático de reducción y de maltrato por parte de las autoridades. Así y todo, Contracampo transmitió más un espíritu festivo y comunitario que uno tenso o agresivo.
Cine argentino y “tortura”
La relación entre el cine argentino y el INCAA no pasa por su mejor momento. Esto es más que obvio. Pero a las restricciones impuestas a la producción, a los enormes recortes a los subsidios y al despido masivo de personal, el presidente del organismo Carlos Pirovano decidió sumar, como ya es costumbre en su sector político, agresiones personales, especialmente a los cineastas independientes, que trabajan con bajos presupuestos y hacen films cuyas búsquedas estéticas no siempre se ven reflejadas en una gran cantidad de espectadores en sus estrenos en salas, pero que en muchos casos sí tienen fuerte repercusión en festivales internacionales.
“Si se portan mal les voy a pasar en continuado las cien películas argentinas que fueron vistas por menos de mil personas. ¡Es una tortura!”, dijo poco antes del inicio del festival Pirovano en el canal de streaming libertario llamado Carajo, conducido por el militante Daniel Parisini, alias “Gordo” Dan. Esa expresión –poco feliz en muchos sentidos– no hizo más que tensar la ya de por sí complicada relación entre el presidente del INCAA y los cineastas independientes. De hecho, fue a partir de las repercusiones que tuvieron esos comentarios que, tanto Pirovano como los directores artísticos del festival, Gabriel Lerman y Jorge Stamadianos, decidieron cancelar su participación en la charla sobre festivales que se hizo en el marco de Contracampo. Adujeron que “no estaban dadas las condiciones de seguridad” para su presencia allí, un tipo de justificación que uno jamás pensó escuchar en el marco de un evento artístico como un festival de cine.
La pregunta que queda flotando en el aire tras el final del evento es qué pasará con la edición del Festival de Mar del Plata del año próximo. Es bastante evidente que la política del INCAA no se modificará demasiado y que cada vez habrá menos películas argentinas para programar, por lo que es probable que suceda algo similar a lo que pasó este año. A la vez, la poca relevancia y la baja participación de público que tuvo esta edición hacen pensar, con justificada preocupación, que las autoridades pueden llegar a dar de baja el festival por completo. Contracampo no tiene intenciones de funcionar como su reemplazo sino que es una muestra pequeña, hecha a pulmón, por amor al cine. Muestra que seguramente seguirá existiendo en tanto el INCAA le siga dando la espalda al cine argentino. «