Algún historiador en este momento difícil de chequear le atribuyó a Carlos Marx la frase de que los hombres hacen la historia, pero no saben qué historia hacen. Podría decirse lo mismo para cada una de las expresiones artísticas que la historia consagró como obras maestras. Por supuesto que existe el deseo y la voluntad, pero se sabe que eso no garantiza nada. Tampoco el ninguneo programado por conveniencia, o producto de la pereza intelectual y emotiva de los propios contemporáneos. Bob Dylan podría venir en nuestra ayuda a decirnos que la respuesta está en el viento. El tema, claro, es saber qué está diciendo el viento.

Francis Ford Coppola peleó todas sus películas, pero algunas más que otras. Entre el grupo de las más, El Padrino fue sin dudas la primera: deseo y voluntad puestos a dar pelea por decir lo que escuchaba que el viento decía. El viento siempre habla para todos, pero sólo algunos poseen esa pobre antena que les transmite lo que el resto dice (y que en un momento deja de funcionar: ninguna persona -siquiera las máquinas- pueden tener una actualización interminable). El Padrino es ese hecho de la índole del milagro: su excepcionalidad, su baja -casi nula- condición de posibilidad, la convierte en un hecho extraordinario, una acción que captura el asombro de multitudes que así la catapulta a la posteridad (la gloria), al recuerdo por siempre del resto de los hombres y mujeres, porque reorienta la historia y abre nuevos horizontes.

A diferencia de Metrópolis, por ejemplo (y por recurrir a un film relacionado con Megalopolis, el actual proyecto de Coppola), las novedades de El Padrino no tienen que ver tanto con lo formal (a lo que apela con alto riesgo como tomas con la mínima iluminación posible a fin de conseguir la estética que señale el sentido) sino como manifiesto, documento histórico de un tiempo que termina. Todo homenaje sucede en el ocaso, y El Padrino es el violento requiem a un régimen violento como ninguno que en su ascenso llevó a buena parte de la humanidad al momento de mayor igualdad en la historia, al pináculo de momentos de libertad política, social y creativa a una masa de gente jamás antes vista. Sí, del capitalismo.

Que si había conquistado multitudes había sido más por su zanahoria que por su garrote. El Vito Corleone (Marlon Brandon) que Coppola nos presenta a los pocos minutos de empezar El Padrino es un verdadero hombre hecho a sí mismo, un inmigrante que se abrió camino por sus propias habilidades (el período de la vida de Vito es similar al que la humanidad conoció los mayores éxodos de gente de la historia). Y ese es uno de los datos fundamentales para entender la empatía que generó en el público: más allá de sus grados de violencia, que es de creer que ningún espectador suscribiría, todos entienden cada una de sus razones. Sin ir muy lejos, todo inmigrante soñó con un hijo universitario (Michael, Al Pacino), tener la familia unida y conservar los lazos pese al desgarramiento que implicaba cada una de las migraciones, mantenerse leal a los suyos sin importar las distancias geográficas o de pensamiento.

El tono de parábola de El Padrino -la fórmula de enseñanza más popular del occidente cristiano-, muestra cómo ese mejor futuro que los inmigrantes soñaron para sus hijos los alejan más que los mantienen cerca: Michael se enlista en el ejército, planifica un futuro distante de su padre, al que cuestiona altamente en los modos en que está dispuesto a mantener sus conquistas materiales y sus más nobles valores -especialmente la lealtad a los suyos-, y en sus concepciones de lo que realmente es la vida. Pero la herencia es un combo: la hamburguesa viene con papas y coca cola; a quien quiera desconocerla la vida le puede responder con un atentado a su padre. Así es que Michael, el que muestra más habilidades para el negocio de los tres varones (junto con Santino y Fredo, la hermana Connie aún no cuenta para herencia) se hace cargo de la nueva etapa. Ya no marcada por los hombres emprendedores que hicieron grande a América, sin importar su procedencia y menos la forma de conseguir sus inversiones, como bien décadas más tarde mostraría en Gangsters de Nueva York su amigo Martin Scorsese; con la muerte de Vito, también se iban sus códigos: la lealtad sería reemplazada por el It’s not personal, It’s business (no es personal, es negocio). El momento en el que la curva social ponía todo el sistema en crisis -la opulencia a la que había dado lugar el capitalismo produjo una generación que quería darlo vuelta todo-, el sistema comenzaba un desvío en su trayectoria: ya no sería la competencia entre emprendedores -más o menos violentos, más o menos mafiosos- lo que produciría ganancia; a partir de ahí, cual impiadoso algoritmo, el It’s business explicaría la nueva lógica de la ganancia del capital: sólo la búsqueda del poder, su acumulación y expansión sin límites podría garantizarla; oligopolio o muerte parece ser la consigna que subyace.

Estrenada en 1972 (que debe ser vista y leída con su Parte II de 1974), El Padrino explica a una multitud internacional (predominantemnte occidental, blanca -no hay negros en la película- y de clase media ilustrada) cómo es que llegó a ser lo que es. Y cómo ya no lo será más. El horizonte trae tormenta. Y nadie sabe de su furia ni cuánto durará. Ni siquiera el mismo Francis Ford.