Una niña se aísla en su habitación para resguardarse de una vida indómita, angustiante y desilusionada. El desasosiego la oprime en estigmas que responden a los modos de vestir e instructivos de uso que abarcan tanto la transformación orgánica como el aprendizaje conductual, el formato de juego a cumplir y una correcta vinculación social de una (verdadera) señorita por (ad)venir.
Lo real es que presenciaremos su ciclo y su metamorfosis en El nombre de la luna, una cosmogonía asombrosa dirigida por María Emilia Franchignoni en el Teatro del Abasto, comandada con solidez y sensibilidad por Manuela Fernández Vivian en escena aumentada.
Cuando ingresamos a la sala, la niña larva está tirada en línea transversal a su cama deshecha, escuchando música a media luz. Se levanta del suelo, toma una cámara filmadora que ciertas veces dejará quieta y se activa la proyección en vivo. La chica se acerca a la maqueta de una casita que le regalaron e interactúa con los muñecos a los que manipula, tal vez los más reconocibles del mundo por su falta de codos, rodillas o nariz: los playmóbil cuentan el ciclo de la crisálida que no llega a mariposa en contrapunto o metáfora del ciclo orgánico de la mujer con la sonrisa fija y la realidad ampliada.
Se trata de una niña 2.0 que ha perdido el deseo y que a riesgo de rabia se autofilma y reproduce en microdetalle su envidia y aturdimiento por sermones, emblemas de belleza e imperativos de higiene. Está tomada por una pereza típica dada por un síndrome de aislamiento central del Japón llamado Hikikomori, en el que la dramaturga se inspiró para dar forma a la criatura, identificable en grandes ciudades y adolescentes atravesados por la tecnología y la tristeza in crescendo.
La vida de encierro resulta fascinante y la simulación capta la atención del entorno físico y de realidad mixta en tiempo real. La labor de filmación-actuación de Fernández Vivian no duda ni en pulso ni en cuadro. En esto, el trabajo de la actriz- cámara sobreimprime una forma de hacer teatro muy ligado a los efectos de la luz y del mapping multimedial (Matías Fabro) combinado al arte sonoro a veces rockero o «lentos» y otras, experimental.
El escenario y el cuerpo aumentado sólo sale del cuarto al difuminar relatos de angustia, llantos, miedos y situaciones en la que la actriz recupera e ironiza las voces externas de mujeres que le marcan la norma familiar, religiosa o de instrucción formal: la madre, la catequista o la seño. Mientras tanto, permanecemos dentro de las paredes compartiendo la intimidad: «Las cosas íntimas sólo pueden compartirse con alguien que nos quiera de veras».
Una cuestión central de la dramaturgia que se resalta en la experiencia de Franchignoni tiene que ver con su cercanía con la autora de Freshwater donde el absurdo y la maquetación cobraron prioridad entre otros recursos. Esta vez se le resta la problemática victoriana del amor y el matrimonio para relevar una problemática juvenil, una lectura de manual de infancia y la experiencia tecnológica de la niñez/adolescencia. Aquí hay un borde que se le presenta más complejo para la imaginación a la vez que multiplica las dimensiones de lo real.
Además del síndrome que padece la niña en un cotidiano verosímil de escuela, vacas, cambio de figus entre amigos, ropa que ya no entra, retos de la madre, etcétera, suceden acontecimientos imborrables tales como la mancha en el pantalón y la primera vez.
La sobrerrealidad del cuarto propio contará el secreto del amor a partir de una leyenda romana vinculada al título de la obra. Con un guion sencillo en fraseo, giros y símbolos textuales la obra hace macro en el cuerpo y los rincones de habitación, logrando un cosmos sensible con efectos visuales que dispara una niña en su noche oscura.
Ficha artística-técnica:
Dramaturgia: María Emilia Franchignoni
Actuación: Manuela Fernández Vivian
Dirección: María Emilia Franchignoni
Sábados, 21h Teatro del Abasto: Humahuaca 3549.
Entrada general $160. Descuento para estudiantes y jubilados.
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