Cuatro jóvenes condenados a la miseria en la Birmingham (Inglaterra) de los ‘70 sueñan con una vida mejor. El destino les dio apenas dos días de estudio y 600 libras de presupuesto. Entraron a grabar con una experiencia musical módica, tocaron todo en vivo y casi no dispusieron de margen para segundas tomas. El guitarrista tenía la mano derecha mutilada y casi todos dudaban de la salud mental de su cantante. Pocos habrían apostado a que ese disco cambiaría para siempre la historia del rock. Pero el 13 de febrero de 1970, hace exactamente 50 años, Black Sabbath editaba su primer disco y consagraba definitivamente el nacimiento del heavy metal.

Los responsables fueron Tony Iommi (guitarra), Ozzy Osbourne (voz), Geezer Butler (bajo) y Bill Ward (batería). “Black Sabbath” –el álbum– se transformó en símbolo, faro y parte del lenguaje fundamental de un género que explotaría en todo el mundo, se multiplicaría en decenas de subgéneros y desafiaría modas y tendencias. Está claro: ninguna corriente estética se crea de un día para el otro. Tampoco es responsabilidad exclusiva de uno, dos, tres o cuatro iluminados. Se trata de una construcción colectiva: un alineamiento de ideas de diversos orígenes que van madurando y consolidándose. Pero por la influencia global durante cinco décadas de la banda Tony Iommi resulta más que razonable situar como el grado cero del género a “Black Sabbath”.

Se pueden citar múltiples antecedentes en la historia del metal. Los más obvios son Led Zeppelín y Deep Purple. Pero no se debería pasar por alto a Blue Cheer, Jimi Hendrix, Cream, Iron Butterfly, Steppenwolf y Vanilla Funge, entre otros. O incluso a “Helter Skelter”, la audaz composición de los Beatles. Todo esto y más marcan un clima de época. Una atmósfera donde el rock comenzaba a hacerse más espeso y agresivo. Pero fueron estos cuatro muchachos de Birmingham los que dieron un paso más allá y juntaron todas las piezas en el momento y lugar exacto. Riffs portentosos, distorsiones implacables, afinaciones graves, mucha oscuridad y un cantante particularmente carismático abrieron la puerta a una nueva dimensión del rock.



“Black Sabbath” empieza con la canción del mismo nombre. Primero se escucha el sonido de la lluvia, una campana impiedosa y potentes truenos. Todo in crescendo. Recién pasando los 35 segundos la banda se lanza al unísono con un riff de tres notas y una resonancia estremecedora. Los fraseos de Ozzy Osbourne parecen quejidos. Es la voz de un hombre atormentado que le pide ayuda a Dios para enfrentar lo desconocido. La letra fue escrita por Geezer Butler, que más tarde contaría que se inspiró en la aparición de una figura negra sentada en la esquina de su cama, el mismo día que consiguió un libro en latín sobre ocultismo. El juego de Black Sabbath con el lado oscuro de la fuerza –siempre ambiguo y muchos menos literal de lo que la mayoría supone– marcaría toda su trayectoria. Superados los cuatro minutos y medio la banda se lanza en velocidad, sumándole un carácter épico y brutal a uno de los mayores clásicos de la historia del rock. La tríada perfecta: “Black Sabbath” por Black Sabbath, en el disco “Black Sabbath”.

Ese sonido grave y denso surgió de un disparador dramático. Una circunstancia que hubiera ahogado la voluntad de la mayoría de los mortales. Pero no fue así para Tony Iommi. El máximo ideólogo de Black Sabbath trabajaba en una de las muchas fábricas siderúrgicas de la zona de Birmingham y por la ausencia de un compañero manipuló una máquina con la que no estaba familiarizado. El tedio de repetir la misma operación durante horas, el cansancio y una mínima distracción le costaron las primeras falanges de los dedos índice y anular de su mano derecha. El diagnóstico fue que no podría tocar nunca más la guitarra en forma profesional. Pero Iommi diseñó unas prótesis caseras, utilizó cuerdas más finas y afinaciones más graves –lo que le facilitaba estirarlas– y encontró un sonido y personalidad únicos. El resto lo hicieron el talento de Buttler en el bajo, sus letras –en el momento llamativas y desafiantes–; el carisma de Ozzy y su don para las melodías –siempre fue un gran fan de los Beatles–; y el corazón de Ward.

Ese tema insignia también escondía una fórmula reveladora. Iommi recuerda en su autobiografía: “Toqué ‘dom-dom-dommm’. Y fue como: ‘¡Eso es!”’. Construimos la canción desde ahí. Tan rápido como sonó el riff dijimos: ‘¡Uy, Dios! Eso está muy bueno. ¿Pero qué es? ¡No lo sé!’. No era algo complicado, pero tenía sentimiento. Después me enteré de que lo que había usado es lo que llaman el tritono del Diablo, una progresión de acordes que era tan oscura que en la Edad Media la Iglesia había prohibido tocarla. Era casi como si hubiera sido forzado a sacármela de adentro. Entonces cada uno comenzó a agregarle partes y al final nos pareció que quedó asombrosa. Muy extraña, pero buena. Estábamos sorprendidos. Sabíamos que ahí teníamos algo”.

Una de las aperturas más emblemáticas e impactantes de la historia del rock era anticipada con un arte de tapa ideal para salir a asustar. La inquietante imagen incluía una mujer de aspecto escalofriante, en un escenario otoñal y lúgubre. En el interior había cruces invertidas que subrayan los aires paganos/satánicos. Pero el disco debut de la banda más influyente del metal era y es mucho más que su tema icónico y la tapa.

“N.I.B” funciona como otro clásico inagotable liderado por el bajo hipersaturado de Butler, que marca la cancha con una intro y el riff que luego dobla Iommi para sostener a un Osbourne que una vez acierta con la melodía; “The Wizard” se destaca por pesada y ganchera, mientras suenan la armónica de Ozzy y se despliega la furia de Ward –la letra se inspiró en Gandalf, el mago de «El Señor de los Anillos»–; el blues a lo Godzilla de «Behind the Wall of Sleep» pega donde tiene que pegar; y la intro psicodélica de “Sleeping Village” que luego muta en zapada con múltiples cambios de ritmo suma matices al resultado general. Hasta hay lugar para covers: «Evil Woman», de Crow, y «Warning», de The Aynsley Dunbar Retaliation, con otro generoso espacio para la improvisación.

No todos en Black Sabbath vivieron ese momento cumbre de la misma manera. “No tenía del todo claro que íbamos a grabar un disco. Nos pasamos por un estudio, pusimos los micros y tocamos. Cuando terminamos pasamos un par de horas doblando algunas guitarras y voces. Por suerte nos dio tiempo de llegar al bar a tiempo”, explicó en su autobiografía un Ozzy siempre fiel a sí mismo y su leyenda. Ward, en cambio, percibió que algo especial había y lo detalló en un reportaje: “Nuestra música era extremadamente sincera. Éramos una banda de la clase obrera, éramos héroes de la clase obrera. Fuimos sinceros desde el comienzo. No tuvimos ninguna especie de arrogancia hacia el público. Éramos muy simples, básicos y escribíamos para la fuerza primaria dentro del corazón de cada persona”. El disco alcanzó el octavo puesto en el UK Album Chart y el 23º en el ranking de Billboard (EE.UU.), aunque las críticas fueron muy negativas.

“Black Sabbath” no fue el mejor disco de Black Sabbath. Pero fue la piedra angular desde donde encontraron su identidad y la de todo un género. Entre el terror y el blues hipersaturado, con mucho rock y pinceladas hasta de jazz, cuatro muchachos de Birmingham que hasta hacía poco sólo contaban con un futuro de turnos de 14 horas en una fábrica construyeron un nuevo sentido para sus vidas y ensancharon las fronteras del rock.

El éxito haría que ese mismo año grabaron “Paranoid”, pero esa ya es otra historia. Hoy es el cumpleaños 50 de “Black Sabbath” y es el momento ideal para hacer sonar sus atronadoras canciones a los cuatro vientos.